«La Tercera Guerra Mundial hubiera podido empezar en nuestras propias narices»

«La Tercera Guerra Mundial hubiera podido empezar en nuestras propias narices»

  • Cuba
  • mayo 14, 2025
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PARÍS, Francia. – Mirtha vivió los últimos 15 años de la República cubana, los cinco primeros del castrismo, 10 más en Ucrania (entonces parte de la Unión Soviética), seis de manera itinerante en Polonia y 44 en Francia (entre París, Grenoble y la ciudad de Saint-Etienne, región del Ródano, donde ahora reside).

Nos conocimos en abril de 2001 cuando presenté uno de mis libros en francés sobre la música cubana en la gran FNAC de la ciudad en donde ya estaba instalada. Mirtha había fundado una asociación cultural que organizaba los Ateliers Cubains (Talleres cubanos), un evento originalmente creado por el bailarín cubano establecido en Ginebra Víctor Hugo de la Torre, incorporado poco después a las actividades de la asociación con miras a reunir a músicos, escritores y artistas de origen cubano que vivían fuera de la Isla. 

Ese año me habían invitado para que hablara de uno de mis primeros libros escritos en francés. Mirtha me recibió en su casa, en el pueblo de Saint-Just-Saint-Rembert. Cuando entre visitas y presentaciones me contó algunos episodios de su vida llena de peripecias entre Cuba, la Unión Soviética, Polonia y Francia, le dije que tenía el deber de darles forma de relato y de publicar el libro. 

Un año después vino a visitarme a París y me extendió el manuscrito de sus memorias que había redactado originalmente en su lengua materna. Empecé a hojearlo y recuerdo que le dije (porque nos habíamos convertido en amigos y podía permitírmelo sabiendo que no se ofendería): “Esto es todo menos español”. Entre el ruso, el polaco y el francés, Mirtha había mezclado giros y términos, de manera que era una tarea titánica darle forma a aquel relato en castellano. Fue entonces que le sugerí que lo redactara en francés, lengua que domina a la perfección, y así lo hizo. J’ai fait mon chemin [Tracé mi propio camino], su relato de vivencias, finalmente escrito en francés, fue publicado en 2002 por las ediciones parisinas L’Harmattan y lo presentamos en octubre de 2002 en la Maison de l’Amérique Latine de París. Creo que es un libro que merece la pena que sea traducido y publicado en español entre muchas razones porque las vivencias que Mirtha nos cuenta no son las que usualmente han vivido otros coterráneos llegados al exilio. 

Será mejor que de forma resumida y con aspectos que en esa ocasión no abordó en el libro, sea ella quien nos cuente.

Portada de 'J'ai fait mon chemin', relato de Mirtha Caraballo, publicado en francés
Portada de ‘J’ai fait mon chemin’, relato de Mirtha Caraballo, publicado en francés (Imagen: Cortesía)

―Cuéntanos de tus orígenes, tus padres, abuelos y recuerdos familiares.

―Mi padre, Víctor Caraballo Ruiz, era originario de Holguín. Había sido enfermero y en la década de 1940 estuvo en el ejército de Batista. Sus padres, Manuel Caraballo y Ana Zayas, también eran holguineros, y de ellos solo conocí a Manuel porque mi abuela falleció sin que yo la conociera. En algún momento de sus vidas mi padre acompañó a su hermana a Camagüey para la petición de mano de esta y resultó que en ese momento conoció a mi madre, que era la hermana de su futuro cuñado.  

El veterano del Ejército Libertador Aurelio Ruiz Ruiz, abuelo de la entrevistada (Foto: Cortesía)

Fue así que mi padre se encontró por primera vez con Lidia Esther Ruiz Bello, quien iba a ser mi madre, natural de Nuevitas, en la provincia de Camagüey. Lidia era la hija de Sebastiana Bello Rodríguez, una criolla cubana cuyo padre, Hipólito Bello, era un rico colono camagüeyano. Mi abuelo materno y futuro esposo de Sebastiana, Aurelio Ruiz Ruiz, era un descendiente de un chino cantonés llamado Crispín Ruiz, quien había sido uno de los tantos coolies que llegaron a Cuba a partir de 1848 engañados, porque como no sabían leer ni escribir el español, firmaron contratos de trabajo que los convirtieron prácticamente en mano de obra esclava. Y, como esclavo, Crispín conoció a mi bisabuela Sofía Ruiz y, el hijo de ambos, Aurelio, mi abuelo materno, llegó a ser alférez y teniente de infantería del Ejército Libertador cubano durante la guerra de independencia de fines del siglo XIX. Aurelio estudió al instaurarse la República y se convirtió en agente del Banco Nacional y también integró la gobernación provincial de Camagüey. Mis abuelos Aurelio y Sebastiana tuvieron 13 hijos, tal vez para vengarse de los padres de ella que no aceptaron al yerno por no provenir de la misma clase social que mi abuela.

Documentos pertencientes a Aurelio Ruiz Ruiz, miembro del Ejército Libertador de Cuba
Documentos pertencientes a Aurelio Ruiz Ruiz, miembro del Ejército Libertador de Cuba (Foto: Cortesía)

―¿Dónde naciste y qué recuerdos tienes de tu infancia?

―Nací en 1944 en Marianao, al oeste de La Habana, en la antigua calle Maceo (la 118 actual) en una casona colonial inmensa que tenía 11 cuartos para alojar a la numerosa prole de los Ruiz Bello y que a mí me recordaba los vagones de un tren porque las piezas se seguían unas a otras a todo lo largo de un pasillo sin fin. Esa casa, que era mitad de madera, mitad de mampostería, se derrumbó cuando yo tenía siete años porque un ciclón arrancó de cuajo la palma real que teníamos y al caerle encima al techo de la cocina desestabilizó sus cimientos y, por efecto de dominó, terminó por afectar toda su estructura. La hecatombe del ciclón marcó un cambio drástico en nuestras vidas porque nos mudamos a unas pocas manzanas, a una casita que estaba cerca de la línea del tren del central azucarero Toledo y, después, tras el divorcio de mis padres en 1955, justo en el momento en que nació mi hermana Maritza, nos fuimos a un cuartico en el mismo Marianao, porque mi madre no quería alejarse de mi abuela Sebastiana, que había quedado viuda tras la muerte de su esposo en 1946.

Tengo recuerdos muy vívidos de mi infancia en Marianao. Con tanta familia no faltaban los primos y las primas para jugar. Imagínate que todavía recuerdo cuando empezaron las elecciones de 1948, en las que salió electo Carlos Prío Socarrás, y me encaramaba con mis primas en las verjas de las ventanas de casa para cantar aquello de: “Prío, Prío, Prío, Prío / Prío Prío Socarrás / ya ha llegado su gobierno / y hay que ver cómo saldrá”.

Sebastiana Bello y Aurelio Ruiz, los abuelos maternos de la entrevistada
Sebastiana Bello y Aurelio Ruiz, los abuelos maternos de la entrevistada (Foto: Cortesía)

―¿Y tu escolaridad?

―En la Escuela Pública 25 de Marianao hice toda la primaria. Y también empecé el bachillerato en ese mismo barrio, pero en eso triunfó la Revolución y todos los planes escolares se vieron afectados. El caso es que me inscribí en una academia de lenguas, en El Vedado, llamada Abraham Lincoln, para estudiar francés y ruso. En ese periodo también hice prácticas en el ICAP (Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos).

―¿Una premonición?

―Llamémosla así, porque en realidad en ese momento, en 1960, todavía no se sabía que aquel movimiento insurreccional contra Batista terminaría bajo la égida soviética. Aunque no es menos cierto que sí ponían cosas rusas en la televisión y tal vez por eso me fijé por primera vez en aquella lengua. Empecé a estudiar ruso, simplemente, porque me atraía del mismo modo que el francés. 

Estando en la Lincoln otorgaron unas becas para estudiar con más profundidad el ruso en el recién creado Instituto de Lenguas Pablo Lafargue, en Miramar. Entonces la directora de la Lincoln me recomendó y me aprobaron. La escuela estaba repartida en casas fabulosas que habían pertenecido a la burguesía cubana y en las que aún se conservaban sus muebles y objetos. Incluso, en la que me tocó vivir, en la calle 16 entre 1ra. y 3ra., había un piano de cola fabuloso que nunca supimos a quién había pertenecido. Mi primera profesora se llamaba Alexandra Dimitrievna, una mujer muy pedagoga y maternal. Estudié dos años y medio, hasta 1963, en que me gradué de intérprete y guía de ruso. 

Diploma de guía e intérprete en La Habana, 1963
Diploma de guía e intérprete en La Habana, 1963 (Foto: Cortesía)

―¿Cómo fueron esos años?

―Caóticos. Imagínate que en 1962 nos mandaron a 10 muchachitas a recoger café a la Sierra de Cristal, en Holguín, en las inmediaciones de Mayarí Arriba. Estuve durmiendo en una hamaca ocho meses, alimentándome como todas con plátanos que llaman “burros”, que eran lo único que había. El colmo fue que la responsable, una profesora de la Pablo Lafargue, se fue y nos dejó solas en aquel sitio que era cualquier cosa menos un campamento, sin teléfono ni comunicación con el exterior. La única persona que venía a vernos era un viejito haitiano campesino que vivía por allí y nos llevaba frutas y alguna que otra cosa. Solo hablaba creole. Imagínate que un día vimos una gallina, le caímos atrás, la despescuezamos, desplumamos en seco y nos la comimos como si fuera caviar.

Este episodio de mi vida lo conté en mi libro, pues fue algo impresionante: una noche oímos un ruido estremecedor que venía de cuesta abajo y cuando nos acercamos al sitio de donde provenía el estruendo, descubrimos enormes camiones que transportaban cohetes apenas cubiertos. Eran los misiles soviéticos que escondían a poca distancia de nuestro campamento, donde vivíamos ajenas a todo lo que estaba sucediendo, a la existencia de aquellos cohetes y a la enorme crisis que estaba viviendo el país y el mundo en ese momento por la amenaza bélica. ¡La Tercera Guerra Mundial hubiera podido empezar en nuestras propias narices y nosotras en la Luna!

―¿Qué pasó entonces?

―Pasó que por fin apareció la responsable y, como consecuencia de todo esto, nos cambiaron para otro campamento en la zona de Baracoa, también dedicado a lo mismo, es decir, a la recogida de café. 

Al cabo de cierto tiempo, aterrorizadas de estar allí, sin dirección ni nadie que nos atendiera, decidimos irnos. Bajamos hasta la carretera después de caminar durante horas por montes espesos hasta que un carro de rusos nos recogió y nos llevó hasta Santiago de Cuba, desde donde conseguimos un transporte para llegar a La Habana. Lo increíble fue que cuando nos presentamos en la escuela nadie nos recriminó ni se mostró alarmado por nuestra fuga. Era como si se hubieran olvidado completamente de nosotras. Por eso es que te digo que toda aquella etapa me parece, vista desde la perspectiva actual, como algo completamente caótico e improvisado.

―Te gradúas y empiezas a trabajar supongo…

―En efecto. Me gradué y comencé a trabajar como traductora e intérprete en 1964 en el Instituto Nacional de Recursos Hidráulicos que quedaba en la esquina de las calles P y Humboldt. El trabajo de oficina era el más aburrido del mundo, de modo que pedía que me dejaran fungir como intérprete de los soviéticos que venían para asesorar a los cubanos en la construcción de centrales hidroeléctricas. Entonces me montaba en un jeep con los rusos y visitaba las obras que se estaban construyendo en este ámbito. En medio de este ambiente, rodeada de rusos, fue que conocí por pura casualidad a un militar soviético, Víctor Ivánovich, quien era tanquista y había llegado a Cuba en misión, aunque siempre permanecía vestido de civil. Yo estaba en una parada de guaguas hablando ruso con una amiga y él se acercó a nosotros preguntándome dónde quedaba el parque Almendares.

―Tu futuro esposo, ¿no?

―¡Mi futuro esposo! Me convertí en poco tiempo en la primera cubana en casarse con un oficial soviético. Eso sucedió el 20 de enero de 1965. Nos casamos en la embajada soviética en La Habana. Víctor tuvo que pedir no sé cuántos permisos al Ejército y al Gobierno de Moscú; a mí me dijeron que no necesitaba ninguno. El caso fue que, una vez casados, nos fuimos a vivir a una urbanización llamada Naroka, en la zona entre Managua y Santiago de las Vegas, en las afueras de la capital, en donde vivían los técnicos, asesores y militares soviéticos en misión. Allí estuve con él hasta el 4 de septiembre de 1965, cuando su misión en la Isla terminó y salimos en barco rumbo a la antigua Unión Soviética.

―¿Qué impresión te causó tu llegada a la Unión Soviética?

―Fue inolvidablemente deprimente. Salimos de La Habana en un barco llamado Maria Ulianova, que era el nombre de la esposa de Lenin. Vivimos en altamar los efectos del paso del ciclón Betsy entre las Bahamas y Florida, el más terrible de aquel año. Fue tanto el tambaleo del barco que durante días solo pude tomar líquidos con absorbentes. 

Después de un viaje de 16 días desembarcamos en San Petersburgo, que antes se llamaba Leningrado. En el muelle esperaban las mamushkas rusas, que venían a reencontrarse con sus hijos que estaban en Cuba. Llevaban pañuelos de flores en la cabeza y esas cosas rusas típicas; sus caras eran de una tristeza infinita. Todo iba acompañado por una banda que tocaba himnos patrióticos bajo la neblina, el frío y la grisura. Cuando vi todo aquello desde la borda me dije: “¿Y esto qué cosa es?”. ¡Juro que no quería desembarcar!

En ese justo instante empezaron mis problemas en la Unión Soviética, que no se resolvieron durante los 10 años que viví en Ucrania. 

En el barco María Ulianova con otros militares rusos
En el barco María Ulianova con otros militares rusos (Foto: Cortesía)

―¿A qué problemas te refieres?

―Burocráticos. Por ejemplo, en Leningrado ningún hotel permitía que nos alojáramos porque yo era considerada extranjera y con pasaporte de otro país había que pagarlo todo en dólares, sin importar que mi esposo fuera un militar soviético. ¡Hablo de 1965 ya! Un hotelero, desolado al no poder darnos una habitación, sugirió a mi esposo que contactara el Estado Mayor. Víctor lo hizo y alguien de aquella instancia le indicó que podíamos pernoctar en un cuartel, durmiendo en literas, en un dormitorio colectivo, con otros militares que no pararon de roncar en toda la noche; cada uno con decibeles y tonos diferentes. Pero eso no fue lo peor, sino que al levantarme a la mañana siguiente tenía los ojos pegados porque la colchoneta estaba cundida de chinches que me habían picado los párpados. Recuerdo que mi esposo, al levantar un listón del suelo, descubrió la guarida de miles de chinches. Con los ojos hinchados y casi cerrados recorrimos el río Neva, y él me decía: “¡Mira qué belleza el Palacio de Invierno de los zares!”. Yo no me atrevía a decirle que lo veía todo nublado por culpa del ataque de chinches que había sufrido aquella noche. 

De Leningrado viajamos a Moscú, en donde tampoco nos alojaban en sitio alguno. Mi impresión de la capital rusa fue que era un gran koljós, fea, sin otro atractivo que la Plaza Roja, el Gun o el gran mercado y los cuatro edificios alrededor. Lo más decepcionante del mundo. Nada que ver con las imágenes proyectadas durante los grandes desfiles soviéticos que dan la impresión de una plaza desmesurada cuando en realidad es de tamaño insignificante. Hicimos una cola espantosa para ver a Lenin embalsamado y cuando llegamos, que vi sus manos amarillentas y la cara cerosa, me dio pavor. Apresuré el paso, loca por salir de aquel laberinto de pasillos en el Kremlin.

Al día siguiente fue que llegamos a Kiev, en donde nos recibió mi medio hermano Arturo Caraballo, hijo de mi padre con su segunda esposa, y quien estudiaba Radio Electrónica en la Universidad de la capital ucraniana. Fue él quien nos dio cobijo en su albergue.

En Kiev, en 1965, con Arturo, su medio hermano
En Kiev, en 1965, con Arturo, su medio hermano (Foto: Cortesía)

―¿Viviste entonces toda tu etapa rusa en Ucrania?

―Los 10 años, de 1965 hasta 1975 en que, al fin, pude escaparme rumbo a Polonia. Déjame decirte que Ucrania es una tierra bella. Sus edificios, sus campos y su gente son maravillosos. El suelo es muy rico y fértil. Por eso Putin quiere anexarse ese territorio. 

Durante el primer tiempo vivimos en casa de mis suegros, en una aldea cerca de Zaporiyia, al sudeste de Kiev y a orillas del Dniéper. Los padres de Víctor tenían una casita de esas que se ven en las películas rusas y yo me hubiera quedado allí, pero mi esposo era militar y tenía que ir a donde lo enviaran. Alguien le sugirió que para que yo pudiera estudiar y ocuparme lo mejor posible que aceptara un puesto en Járkov, uno de los principales centros educativos, culturales e industriales de Ucrania, y para allí fuimos. 

En Járkov me inscribí en la universidad en 1966 y estudié cinco años de Filología francesa. Como extranjera no podía alejarme más de siete kilómetros de mi domicilio sin la autorización, primero de mi esposo y, luego, de las autoridades. Y cuando ya tenía estas dos autorizaciones me obligaban a reportarme cada día en el sitio en el que me encontrara;, poco importa si era dentro de la misma Ucrania, con tal de que distara más de siete kilómetros de nuestro lugar de residencia. Los derechos como extranjera y como mujer eran mínimos. Por eso me da tremenda risa ver a las mujeres cuando protestan hoy por la más mínima cosa referente al tema. ¡Si hubieran tenido que vivir lo que viví yo, estarían hoy de lo más felices!

―¿Qué pasó después de que te graduaste por segunda vez?

―Mi hijo Serguéi nació en 1968, estando yo en el segundo año de mi carrera. Mi hijo hoy día está en el frente, en la guerra de Ucrania, y un nieto también. De más está ahondar en mi día a día, conectada constantemente a las noticias y durmiendo con el sobresalto de que, de un momento a otro, me llegue una noticia fatal. Esas cosas ni se explican a los que no las han vivido.

Pero volviendo al tema de mi vida en Ucrania, cuando terminé mis estudios trabajé en el Instituto Nacional de Recursos Metalúrgicos. Traducía planos, recibía a los ingenieros cubanos que venían por razones profesionales y que no hablaban ruso. Allí permanecí hasta 1975.

―¿Volviste a Cuba en ese tiempo?

―Solo una vez, en 1971 con mi hijo de dos años, para que conociera a su abuela y para volver a ver a mis hermanas y familiares. Lo que me encontré en Cuba fue desolador. Estuve cinco meses, entre el 5 de julio y el 7 de noviembre. Todo era por la libreta de abastecimiento, y como yo no residía en la Isla no tenía derecho a inscribirme. La situación del país se había deteriorado tanto que no lo reconocí; acababa de pasar el descalabro de la zafra de los Diez Millones de toneladas de caña de azúcar que nunca se pudieron cumplir. Además, las relaciones con la Unión Soviética no estaban en su mejor momento y había mucha tirantez entre La Habana y Moscú. Recuerdo que para poder darle leche a Serguéi tuve que cambiar unos zapaticos de niño que traía por unas bolsas de leche en polvo. 

La relación con mi marido se había deteriorado mucho. Como auténtico militar comunista, para él todo mi mundo ―el francés, la música, el arte y mis sueños― era frívolo, sin trascendencia ni importancia. Recuerdo que una vez traje una guitarra con la ilusión de tocarle y cantarle canciones cubanas a mi hijo y él me dijo que me daba 12 horas para que desapareciera aquel instrumento de nuestra casa porque no quería que su hijo se convirtiera en un hippie. Hoy en día, él sigue viviendo en Ucrania y se ha vuelto más religioso que nadie. Nuestro hijo se ha ido al frente para defender su país de las garras rusas.

Yo hubiera podido quedarme en Cuba en aquel momento ya que a él le importaba un bledo que volviera o no, pero en aquellas condiciones, como paria en mi propio país, sin condiciones y con un niño pequeño, no me quedó otra alternativa que regresar a la Unión Soviética, y eso fue lo que hice.

―¿Cuándo logras abandonar la Unión Soviética?

―Ya estaba divorciada de Víctor cuando conocí, el 7 de agosto de 1974, a Carol, un polaco cuya madre era ucraniana, y que vivía en Lodz, Polonia. Carol había venido a Ucrania a conocer a sus abuelos, y nos vimos por primera vez el día antes de su regreso a su país. En esas 24 horas fue él quien me abrió los ojos y me hizo entender el horror que se vivía a diario en la Unión Soviética y la gran diferencia con respecto a Polonia. Hasta ese momento mis únicas experiencias del mundo habían sido Cuba, que había dejado con 21 años, y la Unión Soviética, en la que llevaba 10. Comenzó entonces un idilio epistolar, como yo le llamo, y nos escribimos 164 cartas que aún conservamos. Carol estaba dispuesto a sacarme de Ucrania, pero tenía que dejar a mi hijo atrás, porque el padre nunca me iba a autorizar su salida. Incluso, me puso una demanda cuando quise permutar la casa por dos habitaciones independientes alegando que lo que yo estaba buscando era irme a Estados Unidos. Al final, Víctor logró quitarme al niño porque como extranjera en la Unión Soviética yo no tenía derecho ni siquiera a un abogado.

El día en que conoció a Carol en Járkov, Ucrania, 1975
Mirtha en Járkov, Ucrania, 1975 (Foto: Cortesía)

Empezaron entonces las trabas porque hacía un año que había enviado mi pasaporte al Consulado cubano en Moscú para renovarlo y lo habían retenido sin decirme la razón. En esa época los cubanos podíamos viajar por toda Europa sin visa porque, evidentemente, ninguno podía salir de Cuba de otra manera que definitivamente o, como yo, por razones muy personales. A sabiendas de que mi pasaporte representaba mi carta de libertad, Carol insistió mucho para que lo recuperara. Incluso se brindó para regresar a la Unión Soviética y acompañarme al Consulado cubano a buscarlo. Allí me dijeron que había sido el propio Víctor quien les había escrito pidiendo que retuvieran mi pasaporte, aunque ya estuviéramos divorciados. Por suerte para mí, nunca llegaron a otorgarme la nacionalidad rusa, que yo había pedido, cansada de no tener tampoco derechos en el país en que vivía. Pero al parecer a los rusos no les interesó dármela y hoy lo agradezco infinitamente. 

―Y llegas a Polonia…

―Llego a Polonia un 30 de junio de 1975, dejando a un hijo que iba a cumplir ocho años, y sin otra opción que largarme porque mi situación en Ucrania se había convertido en un auténtico calvario. O me salvaba yo y trataba de recuperar después a mi hijo, o tal vez no estuviera haciéndote el cuento. 

Al final tuve que esperar 10 largos años para recuperar a mi hijo, después de escribirle a Ronald Reagan, Margaret Thatcher, François Mitterrand, Willy Brandt y al mismísimo Gorbachov, que fue el único que tomó cartas en el asunto e intercedió para solucionar el problema y que autorizaran a Serguéi a salir de la Unión Soviética cuando yo ya vivía en París. Claro, le dieron un mes de autorización con la condición de que regresara a Ucrania, pues de lo contrario echarían entonces al padre del trabajo.

Por otra parte, para vengarse de mi decisión de irme de Ucrania, el padre de mi hijo denunció al Consulado cubano en Varsovia mi situación, de modo que dicho consulado nunca me concedió el permiso para residir en Polonia, algo necesario para que las autoridades polacas me dieran, a su vez, la autorización de quedarme legalmente en ese país. Incluso casada ya con Carol en ese mismo año de 1975 no podía residir más de tres meses en Lodz y tenía que dar viajes constantemente a París, a donde por suerte sí podía ir gracias a amigos que me acogían y al hecho de que desde 1945 y hasta la llegada de François Mitterrand al poder los cubanos podíamos viajar a Francia sin necesidad de visa (la República de Cuba había ayudado mucho a la Francia libre durante la Segunda Guerra mundial con recursos y alimentos). Y, así mismo, textualmente, me lo comunicaron las propias autoridades diplomáticas francesas en su consulado en Varsovia, adonde había ido a pedir visa creyendo que la necesitaba.

Estuve seis años de mi vida viajando en trenes desde Polonia a París, para tener el derecho de regresar a Polonia, y desde Varsovia a Járkov, en Ucrania, para ver a mi hijo. En la frontera entre Polonia y la Unión Soviética, en Kursk, bajaban a todos los polacos del llamado “tren de la amistad” y los desnudaban si encontraban algo sospechoso. Lo hacían para cerciorarse de que no traían ropas para revender a los rusos y, en la dirección contraria, que no llevaban oro para revenderlo en Polonia. Recuerdo que siempre atravesaba esta frontera sobrecogida, con miedo a que me revisaran a mí también, pero por una vez en la vida me salvaba el hecho de ser extranjera.

Cuando con el pasaporte cubano no pude seguir viajando libremente a Francia fue que decidí inscribirme en La Sorbonne, en 1981, para poder tener una visa de estudiante que me permitiera seguir entrando y saliendo. 

―¿Viviste los acontecimientos de la revolución polaca de Solidarnosc contra Jaruzelski?

―El comunismo en Polonia nunca fue como en la Unión Soviética y en otros países. De los polacos los soviéticos desconfiaban y de ellos siempre se decía que eran como el rábano, es decir, rojos por fuera (o sea, en apariencia) pero blancos por dentro (o sea, anticomunistas en lo más profundo). 

Jaruzelski declaró el estado de guerra en Polonia el 13 de diciembre de 1981 y bloqueó todo contacto del exterior en los dos sentidos. Yo estaba en París y Carol permanecía todavía en Lodz. Por eso yo no tenía ninguna noticia de lo que estaba pasando. Así estuvimos dos meses. Fue a partir de este momento que empleé todas mis energías en sacarlo definitivamente de Polonia y lo logré en 1982. 

―Finalmente encuentras estabilidad en Francia…

―Lógico, pues de todos los países en que había vivido durante toda mi vida Francia era el único verdaderamente democrático. Y me salvó la vida y se lo agradezco eternamente. Mi hija Susanne, nació en París en 1984 y Carol y yo nos hicimos ciudadanos franceses en 1986. Poco a poco mi esposo fue prosperando y llegó a ser presidente de una gran empresa en la región de Grenoble hasta que nos mudamos en la década de 1990 a la zona del Ródano en donde vivimos actualmente.

―¿Mantuviste contacto con el mundo cubano?

―En 1996, en pleno Periodo Especial, y después de 25 años sin volver, regresé a La Habana para ver a mi madre, ya muy mayor, y a mi hermana Maritza. Una amiga me sugirió que fuera porque el estado económico del país era desastroso y ellos estaban en la miseria absoluta. Pasé allí 15 días de angustias pues viajé con mi hija Susanne, que tenía 12 años, y estuvimos dos semanas comiendo lo mismo: una pierna de jamón de cerdo que mi hermana consiguió viajando a Pinar del Río. Eso, y coles que un camión traía de pronto, ¡como si a los cubanos les gustara tanto ese vegetal! 

Para colmos, mi familia se había mudado a Pogolotti, un barrio muy marginal, en donde las condiciones de vida me parecieron surrealistas. Las tupiciones del baño al parecer no tenían remedio, de modo que estuvimos yo y mi hija bañándonos 15 días con cubo y un jarro en el patio de la casa. Ni muerta entraba yo a aquel baño. Mi hermana me decía que los vecinos nos iban a ver desnudas, y yo le respondía que prefería que nos viera desnudas el país entero antes que entrar a aquel baño lleno de salideros y tupiciones.

Durante aquella estancia viví situaciones muy absurdas. Entré el 7 de marzo y en el aeropuerto pusieron un cuño como si yo hubiera entrado el 3 de ese mismo mes. Lo habían hecho adrede para acusarme de haber entrado fuera de visa y sacarme dinero. En las oficinas de Inmigración tuve que cantarles las cuarenta y me puse tan violenta que creo que, al final, me dejaron por incorregible. Yo les mostraba mi boleto de entrada al país y les decía que solamente convertida en espíritu hubiera podido entrar antes de la fecha anunciada en mi billete. Y ellos, durante tres horas, propuestos a sacarme los 1.000 dólares que decían que costaba la enmienda. Hasta que se dieron por vencidos y no les quedó otra que arreglarme el problema; no me dio la gana de dejarme estafar.

En otra ocasión no me dejaron entrar con mi hermana al Hotel Nacional porque ella era cubana. El policía o el individuo que con tanto desdén la rechazaba a ella (supongo que hoy debe vivir en Miami) nos mandó de vuelta a casa y yo me di el gusto de mostrarle mis tarjetas Visa y de decirle que ni en sueño él sabría nunca lo que representaba la libertad de vivir en la democracia, en donde con el dinero de tu propio esfuerzo eres libre de ir al hotel que desees sin importar tu nacionalidad. 

¡Hasta el carro con chofer que alquilé para pasar un día en Varadero se rompió por el camino y estuvimos horas bajo el sol esperando a que lo arreglaran! ¡No me quiero acordar de aquel viaje tan terrible!

―Poco después te conocí en el marco de los famosos Ateliers Cubains de Saint-Etienne…

―En efecto, pues a partir de 1990 empezaron a salir más cubanos de la Isla y hasta esa zona de Francia habían llegado algunos, entre ellos Alberto Hechavarría Rodríguez, que había sido bailarín y que tuvo la idea de crear aquellos eventos mientras yo fundaba una asociación llamada “Sol y Son” para acoger aquellos talleres culturales relacionados con la historia y las artes cubanas. Queríamos enseñar otra cosa de nuestra cultura que no fuera solo salsa, bailoteo y comedera. Aquellos Ateliers tuvieron mucho éxito por lo que la Alcaldía y el Gobierno municipal apoyaron y subvencionaron las actividades. Pudimos montar exposiciones, hacer conciertos e invitar a escritores, como a ti cuando viniste a presentar tu libro en 2001 durante uno de aquellos Ateliers.

―¿Y hoy en día?

―Sigo viviendo en Saint-Etienne con Carol, ya retirados y octogenarios. Mi hija Susanne vive en Kenia (después de haber vivido en Suecia y en Inglaterra), con su esposo y sus dos hijos. Ella tiene sangre china y cubana por mí, polaca y ucraniana por su padre, y sus hijos la tienen africana por el padre de ellos. Y no sabes cómo me alegro de toda esa mezcla, que es el único antídoto contra el racismo, el odio y la intolerancia. En cuanto a mi hijo Serguéi, después de haber vivido un tiempo en Francia, en donde ya tenía su propio negocio, regresó a Ucrania y se alistó en el ejército. Hoy en día combate en el frente junto a uno de mis nietos. 

Mi vida ha sido un rosario de separaciones y reencuentros, de situaciones surrealistas y sobresaltos, y de enredos burocráticos, que son la consecuencia de haber vivido del lado oscuro de la cortina de hierro. Debo tener muy buena genética entre aquel chino esclavo y todo lo demás porque no solo sobreviví sino que sigo en pie afrontando los embates de la Historia. Con mi libro Tracé mi propio camino, al parecer, no terminé de contarlo todo.

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