Cómo sobrevivimos en el mar de las prohibiciones castristas 

Cómo sobrevivimos en el mar de las prohibiciones castristas 

  • Cuba
  • mayo 7, 2025
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LA HABANA, Cuba. – No fue hasta inicios de la pasada década, cuando ya Fidel Castro llevaba más de cinco años retirado por enfermedad y había dejado sustituyéndolo al frente del régimen a su hermano Raúl Castro, que los cubanos pudieron vender sus carros y sus casas, poseer teléfonos celulares, ir teniendo gradualmente acceso a internet y viajar al exterior (si no estaban “regulados”) sin necesidad de mostrar la llamada “tarjeta blanca”, el permiso de salida expedido por el Ministerio del Interior.

A pesar de que muchas otras prohibiciones siguen aún vigentes ―la dictadura no ha dejado de ser dictadura un minuto; solo cambió el mascarón de proa―, las imposiciones oficiales impuestas a los cubanos fueron peores, mucho peores, a niveles delirantemente absurdos, en los 47 años en que gobernó Fidel Castro, una época que hoy algunos olvidadizos idealizan y añoran, quejosos por el desastre provocado por la extrema ineptitud y desfachatez de sus sucesores.

Luego del triunfo de la Revolución en 1959, en menos de dos años, Cuba se convirtió en una mezcla de campamento militar, reformatorio y manicomio, donde fueron conculcadas las libertades y el Estado dirigía hasta el mínimo detalle de la vida de las personas: lo que no estaba expresamente prohibido, era rigurosamente obligatorio.

La vida cambió a la velocidad de los caprichos, apuntados a un futuro que nunca llegó, de un mesiánico barbudo que vestía de verde olivo y no se cansaba, en sus larguísimos discursos, de regañarnos y aleccionarnos acerca de cómo debíamos ser y actuar.

En su pretensión de borrar todo rastro del pasado y lo que consideraban “los valores burgueses”, fueron mal vistos los buenos modales, vestir con elegancia y no utilizar el “compañero” o “compañera” (que debían sustituir a “señor”, “señora” y “señorita”).

El ateísmo de Estado preconizaba que “la religión es el opio de los pueblos”.  Cientos de sacerdotes católicos fueron expulsados del país en 1961. Profesar creencias religiosas, junto a relacionarse con desafectos y cartearse con personas que se hubieran ido del país, en aquellas planillas conocidas como “Cuéntame-tu-vida”, era de los peores impedimentos para conseguir un  empleo de confiabilidad o estudiar en la universidad, que era ―sigue siendo― “solo para revolucionarios”.

Para eliminar la influencia estadounidense, sustituyeron los cómics de Disney por el Tío Stiopa, Lolek y Bolek y demás muñequitos soviéticos; y proscribieron durante años, por ser considerada un instrumento de penetración ideológica, “la música del enemigo”, o sea, toda la que fuera cantada en inglés, sin importar que fuera, en vez de estadounidense, británica, canadiense o australiana.

En 1971, tras el Congreso de Educación y Cultura, llegaron a prohibir toda la música pop extranjera (incluidos cantantes tan inocuos como Roberto Carlos, José Feliciano y Julio Iglesias), y la intentaron sustituir por la Nueva Trova y la música latinoamericana. 

Por supuesto que tampoco se podía escuchar a cantantes exiliados como Celia Cruz, Olga Guillot, Blanca Rosa Gil o Willy Chirino.   

Hasta bien entrada la década de 1980, los jóvenes que usaban melena y pantalones estrechos o acampanados corrían el riesgo de que los cargara la Policía en algunas de las frecuentes redadas callejeras que el régimen hacía contra los que calificaba de “lacras sociales”. 

En primerísimo lugar entre estas “lacras sociales” estaban los homosexuales. La homosexualidad era considerada oficialmente como una “práctica anormal y degradante” y una “conducta neurótica, escandalosa y antisocial”.   

Entre 1965 y 1968, millares de personas homosexuales, además de melenudos y Testigos de Jehová, fueron enviados a los campamentos de trabajo forzado de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP)

En la década de 1970 (el llamado “Decenio Gris”), con la llamada Parametración, hubo otra depuración de homosexuales, religiosos, melenudos y otros “desviados ideológicos”. 

Muchos artistas e intelectuales eran citados a una oficina en Miramar, donde tenían que hacerse “una autocrítica” ante la Comisión de Evaluación del Consejo Nacional de Cultura, presidida por el teniente Armando Quesada. Dicha comisión, en vista de los “errores confesados” y su “falta de idoneidad”, les aplicaría la Resolución 3, y “para darles una oportunidad de reivindicarse” y de que no les aplicaran la Ley de la Vagancia, los enviaban a trabajar a la construcción, la agricultura, a una fundición, como sepultureros o a empaquetar libros y revistas en una biblioteca municipal.

Entre otras muchas prohibiciones estaban la de oír radioemisoras foráneas (particularmente La Voz de América y Radio Martí); ver la televisión de Estados Unidos; leer a escritores como Guillermo Cabrera Infante, Mario Vargas Llosa, Milan Kundera y Aleksandr Solzhenitsyn; la tenencia de dólares (hasta su despenalización en 1994); relacionarse con extranjeros; estar en la costa de madrugada (so pena de tropezar con las bayonetas y los perros de los guardafronteras); venir de otras provincias a vivir en La Habana sin permiso; matar reses de tu propiedad; traer café y queso del interior del país a la capital; pescar alejado de la costa, tener barba los peloteros, etc.

Hoy pueden parecer increíbles esas prohibiciones absurdas. Los que las sufrimos y aún seguimos padeciendo otras, si pudimos resistir en esa atmósfera kafkiana fue buscando modos de eludirlas. Eso, a pesar de que, desde adolescentes tuvimos que soportar el escrutinio y asedio de profesores, policías y responsables de vigilancia y demás chivatones del CDR que velaban por nuestra pureza ideológica, mientras nos debatíamos entre las consignas con la muerte como disyuntiva, los muñequitos rusos, los manuales de marxismo, las películas de samuráis, los Beatles, Silvio Rodríguez y las canciones de la WQAM y la FM de Miami que no por prohibidas dejábamos de sintonizar. 

En definitiva, aquellas prohibiciones no consiguieron sus objetivos, sino lo contrario. 

Hoy los cubanos, que suman millones en Estados Unidos ―no emigran más porque no pueden― son el pueblo más proestadounidense de Latinoamérica.  

En cuanto permitieron las creencias religiosas, las iglesias de todas las denominaciones cristianas se llenaron (aunque fuera mayoritariamente de “creyentes a su manera”) y hubo más practicantes que nunca de las religiones afrocubanas. 

La iniciativa privada, pese a todos los tira y afloja, no pudieron ahogarla, y pese a todas las trabas y zancadillas en favor de la empresa estatal, cada vez es más pujante.      

En muchos de nosotros, el adoctrinamiento y las imposiciones solo consiguieron hacernos más reacios a la uniformidad y la mentalidad de rebaño. Cuando no lograron domarnos, si no nos fuimos del país o morimos de rabia o de tristeza, la tiranía nos hizo más incompatibles y rebeldes.

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