Veteranos de la guerra de Angola: entre luces y sombras de una absurda epopeya

Veteranos de la guerra de Angola: entre luces y sombras de una absurda epopeya

  • Cuba
  • marzo 29, 2025
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LA HABANA, Cuba. – El discurso del gobernante Miguel Díaz-Canel del pasado 15 de marzo, durante la clausura de la VI Conferencia de la Asociación de Combatientes de la Revolución Cubana (ACRC), estuvo bien alejado de la realidad: cientos de esos excombatientes de las aventuras bélicas cubanas en África a petición de la Unión Soviética, de cuya valentía Díaz-Canel derrochó elogios, llevan años arreglándoselas para sobrevivir.

Son muchos los integrantes de ese “poderoso ejército moral” con el que dice contar Díaz-Canel los que no tienen para comer ni dónde dormir, y “luchan”, esta vez revendiendo baratijas o recogiendo materiales reciclables en los tambuchos de basura para luego vendérselos al Gobierno que los enroló en aquellas guerras innecesarias, y poder comprar algo que llevarse al estómago antes de ir a descansar entre los escombros de un derrumbe, una escalera o una columbina ubicada en un rincón de un cuarto de solar.

Cuando el gobernante aseguró en su discurso que “la Revolución se fortalece” con los excombatientes en las comunidades “por el prestigio que tienen y por la legitimidad que ganaron en combates reales por la independencia y la soberanía de países hermanos”, quizás se refirió al papel de chivatos que se les quiere asignar, y no como a los revendedores de los alimentos y las medicinas que necesitan los vecinos de las barriadas en que viven. 

Hay quienes al ver el estado lastimoso de algunos de esos veteranos, comentan: “Mira, ¡qué comemierda fue!”.

La belle époque del militarismo castrista comenzó a declinar con el arribo a Cuba de los primeros mutilados de guerra traídos de Angola. Casi 15 años después, en diciembre de 1989, los restos de miles de combatientes caídos en la contienda y repatriados en la denominada “Operación Tributo”, pusieron  fin al “heroísmo internacionalista, el triunfalismo y el idealismo mendaz de los años 70, los más duros de nuestra era soviética”, como apuntara Margarita Mateo en una reseña sobre la novela Cañón de retrocarga, de Alejandro Álvarez Bernal (Premio David, 1989). 

Al inicial cañonazo literario de Álvarez Bernal, le siguieron otros que también desmitificaron la guerra en Angola, de la que la prensa oficial solo mostraba  fuegos artificiales triunfalistas, mientras ocultaba en las oscuras bóvedas del secretismo de Estado a los que caían prisioneros o resultaban heridos, mutilados o muertos. 

Pero, ya fuera como complemento de las informaciones o experiencias propias de los familiares y amigos de los caídos, o, como en la mayoría de los casos, en una inmersión profunda en todos los avatares y matices de una guerra real y no en un simulacro en un polígono de tiro, la literatura cubana escrita por los jóvenes de la “la generación del descontento” abrió interrogantes en las conciencias y puso en contexto las consecuencias de una conflagración bélica.

Sin importar las razones para involucrarse en un conflicto armado, tanto los vencedores como los derrotados llevan, para toda la vida, las huellas de malas experiencias, físicas o mentales. 

En Cañón de retrocarga, el protagonista se pregunta: “¿En qué piensa un hijo de vecino cuando el plomo le ha sacado para afuera las tripas y otro hijo de vecino se las acomoda con ciencia y arte, cosiéndole la tajadura?”.

El clamor de quien no tiene conciencia del rollo en que se ha metido por obligación o en busca de reconocimiento (por ese viejo instinto de alcanzar la gloria), marcó el inicio de una serie de cuestionamientos sobre los motivos para participar en una guerra. Ese clamor alcanzó su clímax en los relatos de Ángel Santiesteban, el mayor exponente del tema por su maestría narrativa.

En su relato Sur: Latitud 13, el escritor pone en boca del personaje-narrador un soliloquio memorable donde se interroga, cuestiona las sinrazones de una guerra que no es suya y dice: “Esto es un laberinto donde el más precavido fue dejando caer semillas para poder regresar, y resulta que si me dan un chance no paro hasta meterme en la cama de la vieja y pedirle que me castigue como antes, que no me deje salir a jugar a la guerra con los amiguitos del barrio, que esos no son juegos de niños, sino capricho de adultos. A mis hijos nunca voy a comprarles pistolas ni escopetas”. 

El resquebrajamiento en la visión de la contienda que rompe con los míticos  actos de heroísmo creados por los impulsores de la guerra sucede cuando el soldado que conversa consigo se dice: “Y miro atrás buscando alguna semilla, y solo veo casquillos de balas, latas de conservas lamidas y oxidadas, y al final, nuestros enemigos, o nosotros, sus enemigos, ya me da igual, no somos más que pulgarcitos tratando de vencer al monstruo que somos nosotros mismos”.

Como resumen de este sentimiento que, de forma subliminal, se instala en cada combatiente cubano en aquella guerra innecesaria, no existe mejor sentencia que la lanzada por uno de los personajes, reales o ficticios, trazados por quienes escribieron en Cuba sobre el tema: “La guerra me tiene harto, me cago en mi condición dilecta de hijo de la patria agradecida. Prefiero ser el jubilado glorioso, el ancianito respetable. ¿Qué coño tiene de malo que quiera envejecer entre tantos lugares comunes?”.

Los tambores de la guerra volvieron a retumbar en la Sala Universal de las FAR el pasado 15 de marzo, pero ninguno de los remanentes del ejército insepulto fue invitado a participar para exponer su opinión sobre la “epopeya angolana” que los destruyó.

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