
«Si no vendemos, no comemos»: Jubilados cubanos en el mercado informal
- Cuba
- junio 12, 2025
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HOLGUÍN, Cuba. – “Caminé casi seis kilómetros para vender un trapeador y ocho escobas”, dice Ismael Cruz Díaz, un señor de 73 años que cada día recorre más de 10 kilómetros bajo un intenso sol con su mercancía al hombro. “Mi trabajo es ‘luchar’ la comida”, dice mientras seca el sudor de su rostro.
Su andanza para asegurar el sustento comienza en San Rafael, el asentamiento rural donde vive, situado a más de una decena de kilómetros de la urbe holguinera. “En San Rafael cojo cualquier transporte hasta la Escuela Vocacional. De allí me monto en otro hasta la terminal Las Baleares. Desde la terminal camino por la calle Ángel Guerra y luego la calle Morales Lemus hasta llegar a la carretera de Gibara”, detalla.
El itinerario es una rutina casi diaria impuesta por la necesidad. “A mi edad este esfuerzo no lo hace todo el mundo”, confiesa. El motivo de su arduo trabajo es triste: “Mi chequera es de 1.500 pesos y no me alcanza ni para comprar leche; por eso tengo que caminar diariamente vendiendo escobas”.

La presencia de vendedores ambulantes en Cuba es cada vez más notable. Estos comerciantes informales ofrecen desde alimentos hasta enseres domésticos, y ayudan a suplir los vacíos de las tiendas estatales y las distorsiones de un mercado cada vez más complejo.
No es casual que muchos de estos comerciantes informales sean personas de la tercera edad. El índice de envejecimiento poblacional alcanza en Cuba el 25,7% (lo que significa que uno de cada cuatro cubanos tiene 60 años o más). A la par, las pensiones que reciben las personas jubiladas no cubren ni las necesidades más básicas y les obligan a buscar otras formas de ingreso.
Sergio Morales, un jubilado que vende pan por las calles holguineras, intenta sortear el elevado costo de la vida. “Nunca imaginé que a los 76 años tendría que seguir trabajando”, dice. El dilema que enfrenta es duro: “Si me quedo en la casa con mi chequera de 1.680 pesos mensuales, me muero de hambre”, lamenta.

De acuerdo con datos de la Oficina Nacional de Estadística e Información (ONEI), la inflación interanual en Cuba en abril de 2025 estaba en el 18,57%. Sin embargo, el número debe ser aún más alto, ya que las estadísticas oficiales no reflejan fielmente los precios del mercado informal, un sector mucho más dinámico y abastecido que el formal.
Actualmente, por ejemplo, un litro de aceite de cocina asciende a los 1.100 pesos, un valor casi equivalente a la pensión mensual de un jubilado.
A sus 86 años, Víctor Ramírez camina las calles de la ciudad de Holguín vendiendo cloro. “La venta está mala”, afirma. “No hay dinero. Nosotros, los pobres no podemos soportar esta situación”.
A pesar de una larga vida laboral, Ramírez no puede disfrutar de un merecido descanso. “Mi jubilación es de 1.528 aunque trabajé 50 años con el Estado. Como mi chequera no me alcanza entonces vendo cloro por las calles. Si no lo hago, no como”.

Wilfredo Suárez, otro de los innumerables vendedores de la tercera edad que caminan por las calles de Holguín, pregona máquinas de afeitar desechables. “Con esto no gano mucho, pero me da aunque sea pa’ comer un poquito y no morirme de hambre”. Es elocuente la metáfora que utiliza para describir su esfuerzo: “Para ganarme unos quilitos tengo que dar más vueltas que un trompo”.
Los retos no son solo la baja venta o los achaques de la edad avanzada. Dennis Gómez, quien ha inventado una freidora eléctrica para vender croquetas, enfrenta otro desafío que perjudica su esfuerzo para generar ingresos: “Cuando se va la corriente no puedo seguir vendiendo croquetas”, lamenta. “Eso afecta mi trabajo porque hay muchos apagones y tampoco hay gas”, dice.
A la par de esta batalla por la sobrevivencia, el régimen mantiene una implacable arremetida contra lo que califica de “ilegalidades” en el mercado informal, una cruzada que perjudica directamente a pequeños negocios, cuentapropistas y, sobre todo, a vendedores callejeros.
Las autoridades justifican estas medidas como acciones para eliminar ilegalidades, vigilar precios y mantener el orden urbano, pero los perjudicados y la mayoría del pueblo las califican como decisiones represivas y arbitrarias.
“No legalizo mi trabajo porque entre el pago de la patente y los impuestos me queda muy poco de ganancia”, explica Lázaro Dubras, un anciano de 77 años. “A mí ya me han puesto multas y no me han decomisado lo que vendo porque no lo he permitido y la gente me ha ayudado”, termina el hombre, que se dedica a vender jabitas de nailon.