Sandro Castro es un “accidente”

LA HABANA.- Sandro Castro Arteaga lo ha vuelto a hacer y no pasa nada. No está loco ni está “fumado”, simplemente está embriagado de “poder” por ser el nieto de quien es y quiere dejar claro ese “accidente”. Así, alguna que otra vez, en su círculo de amigos más íntimos, se ha referido a su nacimiento en esa familia que, con la glorificación del patriarca emprendida por los ideólogos del Partido Comunista, aspira a mucho más que a dinastía.

Estar “embriagado de poder” no siempre significa sentirse excesivamente complacido con el lugar que se ocupa en, digamos, lo más alto de la “cadena alimenticia” sino, también, saberse condenado a un “destino” que posiblemente no sea al que en realidad se aspira. No cuando la megalomanía, quizás expresada como gen dominante, nos enfrenta a la frustración de haber heredado un trozo de “imperio” aunque no el que nos hicieron creer que heredaríamos sino el de la miseria, el de la hipocresía, la doble moral, la desfachatez y los oportunismos.

El “imperio de los zánganos”, que los obliga a mantenerse en “bajo perfil” para que nadie descubra que la “igualdad” y la “superioridad” del socialismo son puro cuento.

Sandro Castro nunca fue el chico preferido del abuelo, pero lleva ese nombre en honor al mafioso italiano Sandro Cristoforetti, que conectó al otro “díscolo” de Tony Castro con las mayores fortunas de Islas Baleares, que las convenció de invertir (y de lavar dinero en Varadero), que vendía el tabaco cubano en Europa y Asia a precio de mercado negro, que obtuvo una licencia en la Isla como proveedor exclusivo de bebidas espirituosas importadas y que, además, introdujo el único Hummer que se ha visto en las calles de Cuba, como regalo para el excéntrico Tony, tan amante como Sandy de los “jugueticos” caros.

Sandro, que sabe muy bien de estas historias y de cómo se conecta su nombre con el de su padrino de Palermo, el que muy joven fue a esconderse con su madre en Baleares (y después intermitentemente en Cuba) cuando mataron a su padre en Sicilia. Por eso ahora actúa como mafioso y hasta se disfraza de pirata y nos habla de “igualdad”. Él, que nació no solo en pleno “Período Especial” sino en aquel fatídico año 1991, cuando se terminó de derrumbar el “campo socialista” y el abuelo eligió gastarse los ahorros en celebrar unos costosísimos Juegos Panamericanos, un antojo que durante años hemos pagado con hambre y “alumbrones”.

Pero también, en esos años 90, el dinero se fue, “estratégicamente”, en enviar a Tony a jugar golf con Cristoforetti, y con Gabriel Escarrer, el dueño de Meliá, y con Ana, la hija de José Hidalgo, el de Globalia, de quienes los Castro, por cierto, copiaron la abreviatura GAE (GAE Corporación Empresarial S.A., primer nombre con que fue registrada Globalia, propietaria de Air Europa) para nombrar lo que hoy conocemos como GAESA (Grupo de Administración Empresarial S.A.).

Sandro sabe de esas historias, pero sobre todo las entiende como secreto de familia. Y porque sabe callarlas bien (Sandro se cuida de subir fotos con su familia, de no reaccionar incluso a las publicaciones de su mamá, Rebeca Arteaga, de no ser ni siquiera su amigo en Facebook), sabemos que no es locura lo que hace, que hay más de un propósito en lo que postea y no es precisamente que tomemos cerveza Cristal o que vayamos a su EFE Bar, a que mandemos al carajo un duelo oficial o una marcha por Palestina, sino que lo odiemos a él en lo que representa, así como él mismo pudiera odiar ser quien es, o haber nacido en la familia que nació, donde no puede ser lo que en realidad desea.

Y no porque quiera echar su suerte con los “pobres de la tierra”, ni porque crea en la “igualdad” (nada más lejano a sus aspiraciones de gran empresario), sino porque sabe que su apellido lo condena, que está preso de él y de su historia (de la cual no tuvo la culpa), que la Isla también es su cárcel cuando su potencial (o lo que él piensa que lo es) está condenado a no realizarse precisamente por culpa de su abuelo.

Sandro Castro (lo sé porque se lo he escuchado decir más de una vez) quisiera no ser un Castro, aunque no sabe cómo dejar de serlo sin perder ese poder —más bien esa inmunidad o esa impunidad— que emana de su apellido. 

Están quienes lo odian con total razón por hacer lo que hace en sus redes sociales pero también quienes, aún sin llegar a la admiración (en realidad Sandro es un “bofe”, un “pujón” pero, mucho cuidado, no es tan estúpido como se proyecta), comienzan a sospechar de que hay algo más en su desfachatez, que intenta caernos cada día peor con todo propósito, consciente de lo que “Castro” significa más allá de la frontera, y quizás por eso algunos vean hasta cierta “valentía” en lo que parecen “mensajes sin sentido”, como dichos por un loco o un drogadicto, pero uno que finge porque es uno que sabe, porque ha sido reiteradamente advertido, y que ya va siendo demasiado molesto para su propia familia, es decir, para el verdadero poder.

Lo odiemos o no, sea su propósito o simple expresión de su idiotez, Sandro Castro hoy encarna la imagen más auténtica de ese enjambre de zánganos que habita en un “universo paralelo” a la Cuba real, la Cuba que pasa hambre y se hunde en la miseria, la Cuba que emigra por asfixia y por miedo, por desesperanza. Sandro Castro, con su discurso incoherente, con sus arrebatos, con su invitación a beber y a gozar, a comer pasteles cuando ni siquiera hay un mendrugo de pan, es la representación más perfecta y por tanto más odiosa de lo que es el castrismo y su continuidad decadente.