
Puzles de la memoria: sobre la obra de Sergio Chávez Bonora
- Cuba
- julio 1, 2025
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Las piezas de Sergio Chávez Bonora parecen hundirse en la pared. Sus personajes sin rostro, mas no sin expresión, deambulan por cuatro esquinas, en silencio.
Tengo en mis manos una pieza de Sergio Chávez Bonora (La Habana, 1965). Es pequeña: un reducido rectángulo en donde los lápices de color rojo, azul, naranja, verde, se extienden en franjas planas hacia el otro extremo de la página. Es un cuatro-esquinas donde una mujer vestida de blanco se asoma a la puerta; en el otro extremo, la silueta bigotuda de Martí. El título: Anamely y Martí. Es cierto que no hay tensión melodramática más allá del título, sabiendo que la pieza se realiza durante el acuartelamiento de San Isidro. Creo que no hay nada más distinto a las imágenes que veíamos continuamente durante esos días que esta pieza de Sergio. Su color es puro y lleno de luminosidad; toda sensación de espacio y profundidad viene de esos planos superpuestos de las cuatro esquinas. Es una imagen callada: nadie grita, gesticula o tira la puerta. La Policía y los vecinos están totalmente ausentes. Si no supiéramos la historia detrás de esas cuatro esquinas calladas, quizá pudiéramos aún intentar la sublimación de ese recuerdo. Pero mientras miro esta imagen mi mente solo me pide olvidarme de todo, vaciarme en ese silencio de calles vacías.

Las piezas de Sergio, pequeñitas, todas parecen hundirse en la pared. Es el espacio restringido de la memoria callada donde las imágenes se suceden en una suerte de teatro de pantomimas. Sus personajes sin rostro, mas no sin expresión, deambulan por las cuatro esquinas, en silencio. No hablan entre sí, no chocan, parece que no ven más allá de los vericuetos de calles entrecortadas. En una extraña transmutación de almas todos parecen Uno y Múltiple. Caminan por la calle, se sientan en el Malecón, se dejan arrastrar con letrinas blanquísimas en plena vía pública; sin embargo, a pesar de aparentemente convivir en lo abierto de la calle todos se mueven como en un espacio interior. Las cuatro esquinas transcurren en el interior de un cuarto de Centro Habana. Y quizá por esa razón es que la combinación de interior/exterior público/privado aparece tan porosa en las obras de Sergio. Estos personajes que trasmutan, que añoran, que bailan solos en improvisados tutús, todos deambulan en silencio. No me atrevería a decir si viven o recuerdan, y memento, ergo sum, “porque recuerdo, existo”, parecen decir. Yo sé que la de Sergio es una nostalgia sin drama, pero ¿acaso hay algo más melodramático que la memoria, que la facultad y la práctica diaria de recordar?
La idea de la imagen puzle, la imagen rompecabezas, es una asociación ya clásica en el arte contemporáneo a través de artistas como Félix González Torres, donde la foto de familia fraccionada se convierte en el espacio prototípico de la memoria desecha, inalcanzable. En el caso de Sergio, las imágenes rompecabezas recobran el valor de juego inocente, yo las miro y pienso que pudieran armarse de formas distintas, como si cada una abriera de por sí un pasaje a la reconstrucción de un mito cotidiano (cambiarse de ropa, bañarse, sentarse a la mesa). Cada una funciona como un pequeño espacio arquetípico, donde el paso de una habitación a otra podría multiplicarse al infinito. La memoria o el recuerdo es un acto que transcurre en el presente y a veces poco o nada tiene que ver con los sucesos del pasado. Sobrevive un olor, una sensación de frío o calor en la piel, un gusto agridulce en el paladar.

El interior de una casa en Centro Habana con paredes coloridas, mediopuntos y losetas vibrantes de decoración geométrica es el espacio que yo recuerdo cuando me dejo perder en los cuadros de Sergio. Todo parece un prop de escena, pero es real, palpable. Los sentidos nos engañan. Yo también he visto y sentido esas losetas frías en medio de los calores habaneros. Hay que tirarle las cartas al gato para escaparse de esta encerrona de la memoria. El azar se asoma en estas pequeñas composiciones de juguete. Ahora que lo pienso, las obras de Sergio también me recuerdan, y con mucha más hondura, las composiciones constructivas de Joaquín Torres García, otro artista que jamás perdió la capacidad de juego. Esto es, la capacidad de convocar al Universo en unos cuantos planos superpuestos. La diferencia radica en que, para Sergio, el Universo se conjura al interior de una casa en Centro Habana, donde parece que no pasa nada, nadie se mueve, nadie habla ni susurra; se mira con indiscreción y nada más. Hay que tirarle las cartas al gato y esperar, no queda otra.

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