
Las revoluciones y el terror
- Cuba
- julio 14, 2025
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La Revolución Cubana, pretendiendo ser original e innovadora, tuvo rasgos de todas las revoluciones, incluido el terror.
LA HABANA, Cuba. – El 14 de julio de 1789, cuando miles de hambreados parisinos asaltaron y tomaron La Bastilla, se inició uno de los procesos más trascendentales de la historia: la Revolución Francesa.
Junto con sus antecesoras, la Revolución Inglesa (1642-1689) y la de las Trece Colonias de Norteamérica (1775-1783), la Revolución Francesa, al garantizar derechos y libertades a los individuos, sentaría los cimientos del republicanismo y la democracia moderna.
Aparejado con los bellos ideales libertarios, la Revolución Francesa tuvo el terror jacobino, con su derroche de cabezas guillotinadas y exhibidas en picas. Pero las revoluciones posteriores fueron todavía más sangrientas. Y en el caso de las revoluciones comunistas, contrario al propósito que declaraban, han significado un retroceso para la libertad y la dignidad humana.
Pasó con la Revolución Bolchevique de octubre de 1917, que no ocurrió en octubre sino en noviembre ―según el calendario juliano que estaba vigente en Rusia, se inició el 25 de octubre, pero de acuerdo al calendario gregoriano que regía en el resto del mundo, fue el 7 de noviembre― y más que una revolución fue un golpe de Estado que derrocó no al régimen monárquico (el zar Nicolás II se había visto forzado a abdicar cuatro meses antes), sino al gobierno republicano y democrático de Alexander Kerensky.
Con una interpretación distorsionada de las ideas de Marx y la consigna de “todo el poder para los soviets”, Vladimir Ilich Lenin dijo haber instaurado “la dictadura del proletariado”, pero el Poder Soviético no fue el gobierno de los Consejos Obreros, sino la dictadura del Buró Político del Partido Comunista encabezada por Lenin y luego por Stalin.
A diferencia de las revoluciones de Francia y de las Trece Colonias, la Revolución Bolchevique impuso al Estado sobre el individuo, conculcándole sus libertades civiles y políticas.
El “primer Estado de obreros y campesinos”, proclamado por Lenin, se convirtió en una cárcel de naciones y originó una monstruosa pesadilla totalitaria que duró 73 años.
En la Unión Soviética y los demás países donde rigió el llamado “socialismo real”, hubo un super-Estado policial de burócratas y militares que no fue un instrumento al servicio del proletariado, como aseguraba ser, sino que implantó la dictadura sobre los trabajadores. Dirigentes, burócratas y militares, invocando los intereses populares, se atrincheraron para su propio beneficio tras el Estado y el partido único.
Más monstruosa aún fue la Revolución China. La tiranía del sicópata y sanguinario Mao Zedong, solo comparable a las de Hitler y Stalin, arrojó un saldo horripilante.
Diecisiete años después de llegar al poder, en 1966, en una circular secreta, Mao declaró la guerra contra “los representantes de la burguesía infiltrados en el Partido Comunista, el Gobierno, el Ejército y la cultura”, originando 10 años de barbarie. En la superpurga de Mao para deshacerse de sus rivales y destruir las viejas ideas, costumbres y hábitos del pueblo chino, más de un millón de personas fueron asesinadas por los Guardias Rojos y decenas de millones fueron torturadas, expulsadas de las ciudades y obligadas a realizar trabajos forzados durante años en las comunas agrícolas. Antes, a finales de la década de 1950, más de 10 millones de personas habían muerto debido a la hambruna ocasionada por los disparates del “Gran Salto Adelante” ideado por el “Gran Timonel”.
Hubo revoluciones que impusieron regímenes que no fueron mejores que el viejo orden: como la de Haití, que acabó con la esclavitud pero sustituyó a los amos franceses por los capataces del emperador Jean-Jacques Dessalines, o la Revolución Islamista de Irán, que en 1979 derrocó al sha Mohammad Reza Pahleví para instaurar la tiranía teocrática de los ayatolás.
En México, de aquel largo lío a balazos y cañonazos entre socialistas, liberales, anarquistas, populistas y agraristas que llamaron revolución, resultó “la dictadura perfecta” del Partido Revolucionario Institucional (PRI), como certeramente la calificara Mario Vargas Llosa. Más de ocho décadas después y una transición a la democracia y el pluripartidismo de por medio, México no ha podido recuperarse de sus secuelas, y la vida de las personas importa menos de lo que les importaba a los generales matarifes y gatillos sueltos de la revolución.
Y qué decir de la revolución de Fidel Castro, que pretendiendo ser original e innovadora, tuvo rasgos de todas las revoluciones, incluido el terror revolucionario con los paredones de fusilamiento y las cárceles abarrotadas, las purgas y los bandazos económicos.
Si hablo de ella en pasado es porque la Revolución Cubana terminó cuando se institucionalizó, al modo soviético, en 1975. Es un disparate seguir llamando revolución a un régimen de 66 años que se mantiene tercamente inmovilista, fosilizado, insistiendo en los viejos errores, a pesar de las caras y caretas nuevas.
Fidel Castro fue sucedido no por una clase política profesional sino por una casta oligárquica compuesta por burócratas y casi tantos generales como los del ejército de Pancho Villa, pero con vocación de empresarios y tácticas de mafiosos. Esa oligarquía habla el lenguaje de la revolución, mantiene sus señas de identidad (el patológico enfrentamiento a Estados Unidos) y proclama la fidelidad al legado de Fidel, aunque a menudo lo contradiga.
Aun así, muchos cubanos, incluso de los que protestan contra el régimen, luego de tantas décadas de adoctrinamiento y manipulación, se sienten obligados a hacer la salvedad de que no están “en contra de la Revolución” ni son “contrarrevolucionarios”. Y en cierto modo tienen razón: en estos momentos, los revolucionarios no serían los mandamases de la continuidad y los retranqueros del inmovilismo, sino los que se les oponen, los partidarios del cambio democrático.
Sé que no faltarán quienes justifiquen la necesidad de la violencia en las revoluciones con el muy cínico argumento de que para cocinar una tortilla es inevitable cascar huevos. En lo personal, mientras más repaso la historia, menos me gustan las revoluciones. En todo caso, prefiero las de terciopelo, como las habidas en Europa Oriental.
Pero presiento que en Cuba, donde desde hace mucho están creadas “las condiciones revolucionarias, objetivas y subjetivas” ―como dicen los marxistas―, si antes no ocurre un Termidor, habrá una revolución que acabará con la mal llamada “revolución socialista”, hace años difunta aunque sin certificado de defunción. Y será violenta. Hay mucha ira contenida y demasiado odio acumulado contra esos mandamases atrincherados y soberbios, indiferentes a las penalidades de sus súbditos, que recuerdan a María Antonieta cuando, unos meses antes de que la guillotinaran, en Las Tullerías, recomendaba a los hambrientos que si no tenían pan, comieran pasteles.
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