
Las ilusiones perdidas
- Cuba
- junio 1, 2025
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LA HABANA, Cuba – Una vez a la semana hago el camino que me lleva hasta la consulta de mi psiquiatra. Cada vez apuro el paso para llegar un poco antes de que ella abra las puertas de su consulta. Me gusta estar entre los primeros en llegar; lo hago porque es la mejor manera de estar al tanto de eso que podría ser el “discurso de los enfermos”. Siempre pongo oídos a lo que dicen esos otros que están tan enfermos como yo, y que podría volverse un tema de conversación, incluso entre los acompañantes, esos sobre quienes pesa la creencia de una lucidez mayor.
En la sala de espera, mientras aguardo el instante de traspasar el umbral de la consulta, miro a quienes, como yo, tenemos “problemas mentales”, y también a los acompañantes que creen no tenerlos. Y mirando a los unos y a los otros, recuerdo a mi madre cuando aseguraba que para vivir en Cuba había que estar borracho o estar loco, y eso que ella sentenciaba podría ser ahora mismo una apabullante verdad, y si no lo cree acérquese una mañana a una consulta de psiquiatría y luego a un bar.
Las consultas de psiquiatría y los bares se parecen mucho, y la primera de las semejanza está en el hecho de que ambos sitios, al menos en Cuba, están siempre repletos; el borracho busca descargar todos sus pesares en el alcohol y con el vecino que tiene más cerca en la barra, mientras el paciente psiquiátrico va al médico que sabe reconocer las enfermedades de la mente y le indica lo que podría ser lo más indicado para tragar, esos medicamentos que podría tener efectos muy cercanos a los que produce el alcohol.
Y Cuba es entonces un enorme manicomio en el que la gente busca las mejores maneras de entender todo cuanto sucede, y las formas más apropiadas para buscar las soluciones. Un psiquiatra podría sugerir, y de hecho lo hace, cambiar los espacios de la casa, lo que es lo mismo que jugar a las casitas; cambiar de sitio a los muebles, pintar la cocina y quitar el tizne a los enseres de cocina.
El psiquiatra puede cambiar la dosis de la medicación que antes decidiera e, incluso cambiar los medicamentos, los horarios en que deben ser tragados esos medicamentos. El psiquiatra indica y prueba, mientras el paciente obedece. Y no son pocas las veces que el facultativo sugiere cambiar también los espacios; inclinar un tantito la lámpara, poner más derechas las butacas.
Y el psiquiatra vuelve a estudiar al paciente en la nueva cita, y le pregunta cómo van las cosas, y también se interesa en saber si llevó al pie de la letra las indicaciones que hiciera la semana anterior. Y son muchas las veces que el enfermo hace la relatoría de todos los sucesos que lo ocuparon durante esa semana en la que no se vieran, pero el enfermo y el psiquiatra no creyeron que se hiciera visible alguna mejoría.
El psiquiatra también puede exaltarse, sobre todo si es capaz de notar que no hubo mejorías visibles en el paciente a pesar de todas sus recomendaciones, pero aun así insiste ese médico en el tratamiento indicado, y también sugiere nuevos exámenes, y está a punto de indicar un electroshock pero supone que mejor sería usar un medicamento novedoso y con buenos resultados, exactamente “un neuroeléctrico”, solo una pastillita redentora, y finalmente lo índica, pero no se observan mejorías y el doctor se mortifica, y hasta insinúa que si no trajeron buenos resultados esas medicaciones, lo mejor sería un cambio de geografía, y sugiere cruzar el mar, lo mismo en barco que en avión.., pero el cruce del charco no seduce al paciente, y el medico persevera en la escapada, y el paciente en la quedada.
Y esta vez no ocurrirá aquello que aconteciera en el cuento “En el insomnio” de Virgilio Piñera, está vez ambos lloran juntos, el psiquiatra y el paciente podrían decidir volarse las tapas de los sesos. Y ahí están los dos, bien muertos; muerto el paciente, muerto el psiquiatra, pero ninguno de los dos consiguió una mejoría, al menos no esa mejoría que estuvieran procurando, y ese podría ser un final muy trágico, lo que en Cuba se hace lugar común. El comunismo es una cosa tan persistente como ese insomnio que nos legó Virgilio Piñera. ¿Y hasta cuándo?.