
La Sala Carbó Serviá: la represión siquiátrica de los años 70
- Cuba
- mayo 30, 2025
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LA HABANA.- En la década de 1970 y hasta bien entrada la siguiente década, la Seguridad del Estado cubana aplicó uno de los recursos aprendidos de sus mentores de la KGB: internar a disidentes e inadaptados sociales en hospitales siquiátricos donde eran sometidos a tratamientos para neutralizarlos.
Dicho método fue utilizado profusamente en la Unión Soviética a partir de la década de 1960 contra cientos de disidentes, para restarles importancia y seriedad y desacreditarlos ante Occidente al presentarlos como locos.
Para explicar el fenómeno de la disidencia, la siquiatría soviética creó la definición de “esquizofrenia latente o sigilosa”, que podía abarcar casi toda forma de conducta considerada antisocial, por lo que cualquier disidente podía entrar en la categoría de loco.
Al respecto, la escritora y periodista norteamericana Anne Applebaum en su libro “Gulag, historia de los campos de concentración soviéticos” cita a dos profesores del Instituto Serbski que aseguraban: “Con mucha frecuencia las ideas sobre la lucha por la verdad y la justicia son concebidas por personalidades con una estructura paranoide. Un ejemplo típico de idea a la que se da un valor exagerado es la convicción del paciente de su propia rectitud, una obsesión por afirmar sus derechos atropellados y la importancia de estos sentimientos en la personalidad del paciente. Tienden a explotar los procedimientos judiciales como plataforma para hacer discursos y llamamientos.”
Según Applebaum, “los pacientes que aceptaban renunciar a sus convicciones, que admitían que una enfermedad mental les había llevado a criticar el sistema soviético, podían ser declarados curados y puestos en libertad.
Entre los casos más conocidos de disidentes soviéticos que fueron diagnosticados con “esquizofrenia latente” y sometidos a tratamiento siquiátrico forzado, están los del científico Zhores Medvedev, la periodista Natalia Gornevskaya, el ex general Piotr Grigorenko, los poetas Joseph Brodski y Andrei Ziniavski y los activistas de derechos humanos Vladimir Bukovski y Víctor Nikipelov.
En Cuba, en el Hospital Siquiátrico Mazorra, una de sus salas, la Carbó Serviá, fungía como prisión. A dicha sala, además de criminales con trastornos mentales, iban a parar desertores y muchachos que se negaban a pasar el servicio militar obligatorio y todo tipo de inadaptados.
Los que no encajaban en la sociedad comunista no podían estar en su sano juicio. Ya lo había advertido Che Guevara en “El socialismo y el hombre en Cuba”.
Por la Sala de Penados Carbó Serviá pasaron, entre otros, además de aquel hombre que sacó un cartel de “Abajo Fidel” en la Ciudad Deportiva y del que nunca se supo más, el cineasta Nicolás Guillén Landrián, el poeta Rogelio Fabio Hurtado y varios de los primeros activistas de derechos humanos que hubo en el país.
A Juan González Febles, en 1988, cuando aún no era periodista independiente, acusado de desorden público, lo enviaron a Mazorra desde Villa Marista, la sede de la Seguridad del Estado. Antes de remitirlo a la prisión Kilo 7, en Camagüey, pasó una decena de días en la Carbó Serviá, porque no se concebía que alguien en su sano juicio se atreviera a liarse a golpes por una mujer con un oficial de la Seguridad del Estado.
En abril de 1975, cuando yo tenía 19 años pero aparentaba 15, fui internado en la Carbó Serviá, por declararme objetor de conciencia y negarme a cumplir el servicio militar. La tarde lluviosa cuando me llevaron a rastras a Mazorra, un mulato gordo y bigotudo, que parecía más un carcelero que un siquiatra, luego de llenar una planilla con mis datos y leer la hoja del Comité Militar, sonrió socarrón y me dijo: “Aquí te arreglamos, pelúo, ya tu verás”.
Afortunadamente para mí, no lograron “arreglarme”, friéndome el cerebro, gracias a un coronel que por entonces era mi cuñado y que intercedió ante el director del hospital, el doctor Bernabé Ordaz.
Mis recuerdos de aquellos días son muy confusos. Me mantenían fuertemente sedado. Por las mañanas un enfermero repartía las pastillas a la fila de pacientes. Leía nombres de un papel. Tenía a su lado un cubo de agua y un jarro de aluminio del que todos tenían que beber. Quien se resistiera, era forzado a tragarse las píldoras, a golpes si era preciso. Pero mi peor recuerdo son los gritos de los que recibían electroshocks.
Los electroshocks eran el método más socorrido, además de las inyecciones de insulina y el uso indiscriminado de tranquilizantes que podían tener efectos secundarios, como rigidez, abatimiento, movimientos involuntarios y tics nerviosos.
Algún día, como pasó cuando se desplomó la Unión Soviética, se conocerán los casos de cubanos que terminaron con sus mentes destruidas debido a aquellos monstruosos abusos siquiátricos.