La gran importancia de los acuerdos entre Estados Unidos y Ucrania

LA HABANA.- Este martes, los medios de comunicación de todo el mundo se hicieron eco de los resultados obtenidos en las conversaciones sostenidas en Yeda, Arabia Saudita, entre delegaciones de alto nivel de Estados Unidos y Ucrania. El objetivo declarado era lograr el propósito enunciado de manera firme y repetida por el presidente Donald Trump: reducir o incluso eliminar el enfrentamiento bélico existente entre Rusia y su vecina sudoccidental.

Este mismo diario digital es prueba de lo anterior y recoge lo esencial de lo recién acordado. El título de la información correspondiente es claro y terminante: “Ucrania acepta propuesta de cese al fuego y recupera la ayuda militar de EE.UU.”. El texto precisa que, si el alto a las hostilidades entra en vigor al ser aceptado por Moscú, tendría una duración de 30 días. Como declaró el secretario de Estado norteamericano Marco Rubio refiriéndose al Kremlin moscovita, “la pelota está en su terreno”.

Las reacciones internacionales favorables no se han hecho esperar. Ursula von der Leyen, presidente de la Comisión Europea, tuiteó: “Se trata de una evolución positiva que puede ser un paso hacia una paz global, justa y duradera para Ucrania”. Keir Starmer, primer ministro del Reino Unido, calificó lo acordado como “un avance notable” y exhortó a Moscú a “demostrar voluntad de negociación”.

Todo lo anunciado ahora representa una mejoría sustancial con respecto a la percepción de un enfrentamiento entre los gobiernos de Washington y Kíev, que se difundió y motivó numerosos comentarios de uno y otro signo tras la tensa reunión sostenida hace una semana entre los presidentes Trump y Zelensky en la Oficina Oval de la Casa Blanca.

Aunque conviene aquí subrayar una realidad: Las críticas —algunas muy virulentas— que se le hacen a lo sucedido en el palacio presidencial estadounidense, pierden de vista un aspecto fundamental de los hechos: que lo insólito no es la pugna entre norteamericanos y ucranianos, sino la circunstancia inusual de haberse producido ese enfrentamiento a la vista de la opinión pública mundial.

Porque sí, hay que decir que, en este pícaro mundo, las peleas diplomáticas —incluso ásperas— entre países amigos constituyen el pan nuestro de cada día. Y es lógico que así sea: cuando dos estados discrepan en algún punto de sus relaciones, esas diferencias suelen afectar a millones de seres humanos; en el plano económico, ellas pueden significar millardos de dólares… Es lógico, entonces, que los representantes de las partes debatan de modo virulento.

Solo que esas discrepancias que parecen insalvables suelen quedar reservadas a los salones diplomáticos. Sus detalles e interioridades son conocidos únicamente por los puñaditos de altos funcionarios a quienes una parte y la otra encomiendan la realización de las conversaciones y el anuncio de los resultados alcanzados, si es que hay alguno.

Con los importantes anuncios de este martes, las divergencias entre Estados Unidos y Ucrania, que tan publicitadas fueron hace una semana, pasan a un segundo plano. Y eso parece algo muy positivo y altamente deseable. En definitiva, se trata de dos democracias: una antigua, prestigiosa y bien establecida; la otra no, o, en el mejor de los casos, no tanto. Pero uno y otro país proclaman el respeto y el acatamiento a la voluntad del pueblo soberano.

Eso es mucho más de lo que puede decirse de otras naciones, como nuestra misma Cuba (¡imposible que no tengamos siempre presente a la desdichada islita en que nacimos!). O como la propia Rusia, la otra parte beligerante en el actual conflicto de la Europa Oriental. Estamos hablando, en el caso del gigante euroasiático, de una dictadura feroz, sometida a los caprichos del dictador Vladimir Putin.

Y aquí viene al caso señalar que el alto al fuego propuesto por Estados Unidos, representará un respiro bienvenido para ambas partes en conflicto. El cese, siquiera temporal, de los disparos y bombardeos, propiciará —cabe esperar— el surgimiento de una atmósfera más adecuada para la concertación de una paz duradera.

Pero está claro que, para llegar hasta ese deseable objetivo, falta un largo trecho por recorrer. Al dictador Putin, que inició las hostilidades hace poco más de tres años con la idea de ocupar Kíev en apenas tres días, debe haberle sabido muy mal la admirable resistencia ucraniana, que lo ha empantanado en una lucha cuyo final no logra vislumbrar.

Al inquilino del imponente Kremlin moscovita, que pensó que la aventura que acometió el 24 de febrero de 2022 sería un paseo militar, deben preocuparle sobremanera el más de medio millón de muertos sufridos por Rusia. Y ello en tan gran medida, que no ha vacilado en solicitar la ayuda de su amigote y compinche Kim Yong-Un para que le suministre soldados norcoreanos que pongan los muertos en esta fase del conflicto.

Esta última es, por cierto, una realidad que representa una manifestación más de la camaradería entre los integrantes de eso que constituye —¡a no dudarlo!— un verdadero Eje del Mal. Me refiero a la alianza que encabezan Rusia y China (con esta última apuntalando económicamente a la primera), y de la que forman parte el Irán de los ayatolas (que suministra a Putin drones Shahed), o Cuba y Venezuela (que hasta el momento no han brindado al dictador ruso un apoyo militar abierto, pero que sí lo respaldan en los foros internacionales).

A esto se suma la natural preocupación de los países europeos, que ven cómo, en pleno Siglo XXI, el residente del Kremlin intenta revivir los zarpazos de conquista que no se veían en el Viejo Continente desde los lejanos tiempos del dictador nacionalsocialista alemán Adolfo Hitler y de sus colegas, el soviético José Stalin y el italiano Benito Mussolini.

Esperemos que, para bien de todos, y con el apoyo de Estados Unidos y de los países europeos, la aventura ucraniana de Vladimir Putin pueda terminar con una paz sólida, justa y sostenible, así como que ese resultado deseable pueda ser alcanzado más temprano que tarde.