
Julio Lobo: el millonario cubano que sobrevivió a las balas y al Che Guevara
- Cuba
- junio 14, 2025
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El 6 de agosto de 1946, Julio Lobo, conocido como el Zar del Azúcar, regresaba a su residencia en 5ta Avenida No. 3804, entre 38 y 40, en Miramar, tras concretar otro de sus ventajosos negocios: la compra mayoritaria del central Caracas S.A. en Santa Isabel de Las Lajas. Poco antes de llegar a su domicilio, desde otro automóvil en marcha le dispararon tres veces: dos balas impactaron en su cabeza, una en la pierna y otra le dañó la médula espinal.
Aunque nunca se encontraron pruebas concluyentes, se sospechó que el atentado fue obra de personas afectadas por los negocios del poderoso magnate.
Por decisión de su familia, Lobo fue ingresado en el bien equipado Hospital Anglo-Americano, en la calle 2 esquina a 15, en El Vedado. El reporte médico inicial lo calificó como en estado crítico.
La delicada operación en su cráneo fue realizada por un equipo médico de primer nivel, encabezado por el prestigioso neurocirujano Carlos M. Ramírez Corría, considerado en su época uno de los diez mejores del mundo. Lo acompañaron el cardiólogo Antonio Rodríguez Díaz, apodado “Manos Rápidas”, y los anestesiólogos Servando Fernández Reboull e Hilario Anido.
El procedimiento se convirtió en una hazaña médica internacional: el Dr. Ramírez Corría debió extraer con su propia lengua las astillas de hueso del cerebro de Lobo, debido a la carencia de instrumentos quirúrgicos adecuados en aquella época.
Tras la intervención, los médicos emitieron un pronóstico reservado, pero lograron lo que parecía imposible: no solo salvaron su vida, sino que Lobo quedó casi sin secuelas.
El fisioterapeuta Arturo Pferrer, en su gimnasio de la calle 13 No. 1053, entre 12 y 14, en El Vedado, también obró un milagro: en seis meses revirtió la parálisis en el lado derecho del cuerpo de Lobo, quien solo conservó una leve cojera.
El caso contribuyó al prestigio de la medicina cubana de entonces. Sin embargo, la sorpresa llegó cuando, ya recuperado, Lobo se negó a pagar las cantidades que los médicos habían solicitado, que oscilaban entre 25,000 y 500 pesos. En su lugar, él mismo ajustó los honorarios entre 10,000 y 400 pesos. Algunos aceptaron resignados; otros, ofendidos, rechazaron la suma, considerando el gesto una falta de respeto profesional.
La tacañería de Julio Lobo era proverbial. A pesar de ser uno de los hombres más ricos del país, solía bromear diciendo: “Solo soy millonario de glóbulos rojos”.
Catorce años después, en 1960, Lobo sufriría otro atentado, esta vez económico. Ernesto “Che” Guevara, entonces presidente del Banco Nacional de Cuba, lo citó de madrugada a su oficina para comunicarle que todos sus bienes serían confiscados por el Estado. Guevara le ofreció mantenerse como administrador de sus centrales, cobrando un salario. Lobo, pálido, rechazó la propuesta con la mayor cortesía posible.
De regreso a su casa, le dijo a su secretaria: “Es el fin”. Recogió sus documentos más importantes en un portafolio y, pocos días después, partió al exilio.
El gobierno confiscó entonces todas sus propiedades: su valiosa colección de arte, objetos de Napoleón Bonaparte (que hoy se conservan en el Museo Napoleónico), su extensa biblioteca sobre la industria azucarera y su imponente mansión.
Julio Lobo se exilió en España, donde residió hasta su muerte en 1984, a los 84 años. Sus cenizas fueron traídas a Cuba por sus hijos y esparcidas en lugares significativos para la familia.
Tras su muerte, sus hijas y otros descendientes disputaron las propiedades que habían quedado fuera de Cuba. Una de ellas, viajó en varias ocasiones a la isla, lo que provocó duras críticas desde el exilio.
En una carta escrita a su exesposa en sus últimos años, Julio Lobo confesó: “Me siento mucho más feliz sin nada, que cuando tenía la fortuna más grande de Cuba. El dinero es una invención diabólica que enfrenta a padres contra hijos, a hermanos contra hermanos y a amigos contra amigos”.