
José Abreu Felippe: «Creo que quise irme de Cuba desde que nací»
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- julio 24, 2025
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El escritor William Navarrete entrevista a su homólogo José Abreu Felippe.
MIAMI, Estados Unidos. – Creo que conocí a José Abreu Felippe en el 2000, cuando visité El Nuevo Herald, cuya sede estaba entonces en un edificio a orillas de la bahía de Biscayne. Empezaba a colaborar para el periódico, fundamentalmente para la sección de Artes y Letras que dirigía Gloria Leal, y Abreu estaba ya en la redacción como corrector. Recuerdo haberlo visto inclinado sobre una gran mesa con las planas del diario abiertas corrigiendo a mano todas las erratas y gazapos antes de la tirada definitiva. En esa época ambos fumábamos (Abreu sigue haciéndolo) y salimos a la terraza del periódico que daba al parqueo ―siempre me pregunté por qué la terraza no daba para la bahía, lo cual hubiera sido más lógico― y fue en ese sitio la primera vez que conversamos realmente.
Aquel intercambio dio inicio a una larga amistad, que se enriqueció con artículos que escribimos ambos sobre nuestras obras. Abreu reseñó mi primer libro escrito en francés, La chanson cubaine, en 2001, y también la antología por el centenario de la República de Cuba que publiqué en las ediciones Universal en 2002. Por mi parte, escribí en 2001 sobre su poemario El tiempo afuera, que publicó en la editorial madrileña Verbum. La amistad con Abreu incluyó a Luis de la Paz, infatigable cronista de la vida cultural de Miami y también escritor. Ambos fueron testigos y colaboradores de la revista Mariel en los años de apogeo de la generación de escritores que llegaron al exilio por este puente migratorio a principios de la década de 1980.
No podía faltar en esta serie de entrevistas una al amigo de tantos años y complicidades. De modo que nos reunimos en la dulcería del Versailles, templo de las reuniones cubanas, en torno a cortados con leche evaporada, medianoches y menesiers de guayaba, estos último tan orientales como el fundador del restaurante, Felipe Valls, quien debe haberse traído la receta desde su barrio santiaguero natal, el mismo que le dio nombre a su restaurante de la Calle Ocho de Miami. Aquí les dejo el fruto de nuestro encuentro.
―Cuéntanos de tus orígenes.
―Nací en La Habana, el 19 de marzo de 1947, exactamente en la barriada de La Lisa, aunque no tengo recuerdos de este sitio pues de allí nos mudamos poco tiempo después para las inmediaciones de la iglesia de Jesús del Monte, en el barrio de La Víbora.
Mi padre, Antonio Dagoberto Abreu Blanco, nació en Cuba y era hijo de Antonio y María, ambos canarios. A él le encantaban las novelas policiacas y le importaba un bledo la política. Mi abuelo paterno Antonio tenía un negocio llamado La Selecta, en el que se envasaba melao de caña, miel de abeja y mojos canarios. Y mi padre trabajaba con él. Mi abuela materna María se había criado en Pinar del Río, pues vino a Cuba con sus padres muy pequeña. En cuanto a mi madre, Maximiliana Concepción Felippe Torres, a quien llamaban “Concha”, era ama de casa y también hija de canarios.

―¿Qué recuerdos tienes de tu infancia? ¿Comenzó allí tu afición literaria?
―Mis recuerdos coinciden con el periodo en que viví en el reparto Poey, en donde pasé finalmente casi toda la infancia y el resto de mi vida en Cuba hasta 1983. Las calles no estaban asfaltadas, había zanjas abiertas en el medio que se llenaban de agua cuando llovía para deleite de los muchachos que nos bañábamos en ellas. Lo que viví allí durante mi infancia lo cuento en Barrio Azul, una de mis novelas, publicada en 2008 por la editorial Silueta.
Frente a mi casa vivía un personaje llamado Alberto Boy, un hombre un poco hosca que había sido conspirador y tenía una extraordinaria biblioteca o, al menos, lo que para mí en esa época lo era. Recuerdo que, en una de mis andanzas, por estar mataperreando en el barrio, me hice una herida muy profunda en el dedo gordo del pie y en vez de llevarme al hospital mis padres decidieron mandarme a la casa de este vecino unas cuantas semanas para que su esposa María se ocupase de mí. Creo que fue allí, rodeado de libros, que empezó mi amor por la literatura. Aunque también tuve influencias de mi tía paterna Araceli, quien era una gran lectora y, sobre todo, viajera. Era soltera, trabajaba de manejadora de niños ricos y ganaba lo suficiente para darse gustos y viajar. Estuvo en Yucatán, visitando los sitios arqueológicos, y fue ella quien me transmitió el interés por la civilización maya.

―¿Dónde cursaste tus estudios? ¿Los cambios que trajo el triunfo de la Revolución afectaron tus estudios?
―Mis primeros estudios los cursé en la escuela pública Felipe Poey y, luego, continué los secundarios gracias a una beca que consiguió mi abuela María Blanco en las Escuelas Pías de La Víbora, que quedaba en las calles Correa y Flores. Allí estuve hasta 1961, año en que intervinieron la escuela en nombre de la Revolución triunfante y le pusieron José María Heredia. En mi casa la política y los acontecimientos relacionados con esta no interesaban mucho. Supongo que hubo cierto entusiasmo, como en casi todos los hogares cubanos, al principio. Pero mi padre era alguien bastante pragmático y lo que le interesaba era el negocio y sacar adelante a sus cuatro hijos.
En 1961 comenzó la Campaña de Alfabetización y me fui a enseñar a personas analfabetas a un sitio llamado Piedra, en la costa sur de Pinar del Río, cerca de la ensenada de Sabanalamar. Mi experiencia durante la Campaña, en que a los campesinos lo único que les interesaba era aprender a firmar, la cuento en otra de mis novelas que lleva por título el nombre de esta ensenada y que publiqué en 2002 en las ediciones Universal.
Cuando terminó la alfabetización regresé a la escuela para cursar el bachillerato en el Instituto de La Víbora y, en cuanto lo terminé entré en una escuela de Comercio, pero al poco tiempo me llamaron a cumplir el Servicio Militar Obligatorio.

―¿Qué sucedió después?
―Me hicieron perder tres años de mi vida, entre 1965 y 1968. Fue una experiencia traumática, en particular el tercer año. Todo lo que sucedió lo cuento en otra novela: Siempre la lluvia, dividida en tres partes, una por cada año de Servicio, publicada en 1994 en Miami. Fui parte del segundo llamado. El tercer año de Servicio lo hice cerca de Vertientes, provincia de Camagüey, en un campamento llamado Vega 2 que había sido de las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), con camas cementadas en el suelo y una doble alambrada para evitar las fugas. Un sitio realmente tenebroso. Solo de llegar allí me di cuenta de lo que debieron haber sido aquellos campos de trabajo forzado en donde encerraron entre 1965 y 1968 a homosexuales, religiosos y otros que el Gobierno consideró “indeseables”.
Pasaron cosas terribles. Por solo citarte una: recuerdo cuando un muchacho que formaba parte de los jóvenes reclutas del quinto llamado se cortó cuatro dedos con un machete y tuve que llevarlo a caballo, ni sé cuantos kilómetros, al pueblo de Vertientes, en donde lo trasladaron para otro sitio y nunca más tuve noticias de él.
―¿Hasta ese momento no se te había ocurrido irte del país?
―Creo que quise irme del país desde que nací. Nunca me sentí bien en Cuba, un sitio en el que cuando querías encontrar un libro no existía, bajo un sistema en el que había que fingir lo que no eras y lo que no pensabas, y una larga lista de situaciones delirantes que para qué enumerar. Pero la realidad era que no había manera de largarse y no pude hacerlo hasta mucho más tarde.
―¿A qué te dedicaste entonces?
―Cuando terminé el Servicio Militar empecé a dar clases y me matriculé en la universidad donde estudié Matemáticas, algo que finalmente iba a ser de gran utilidad en el exilio. Estuve dando clases en diferentes niveles, hasta en la llamada Facultad Obrera, que eran cursos para trabajadores. Toda la década de 1970 la cuento en mi cuarta novela El instante, de 2020, que es una historia de amor que no tuvo un final feliz.
Di clases durante todos esos años hasta que presenté los papeles para salir del país por el puente marítimo del Mariel y, como es lógico, me dieron la baja del trabajo.
―¿Cuándo empezaste a escribir? ¿Te relacionabas con escritores o personas del ámbito literario?
―Creo que empecé a escribir a los 14 años, tanto poesía como cuentos. Durante la campaña de alfabetización escribí un diario con pretensiones literarias. Siempre me interesó contar la vida de un personaje desde el nacimiento hasta la muerte y fue eso, justamente, lo que hice con mi pentalogía, las cinco novelas que he ido mencionando y de la cual Dile adiós a la Virgen, de 2003, publicada en España, cuenta los tres años que viví en Cuba antes de mi salida definitiva, cuando no me dejaban irme del país y quedé bloqueado durante todo ese tiempo.
Todos los domingos, desde mi salida del Servicio Militar en 1968, iba a la Biblioteca Nacional a sacar libros. Fue en este momento en que conocí a Reinaldo Arenas, quien trabajaba allí y me dejaba sacar más libros de los que estaba estipulado. Nos hicimos muy amigos y junto a mis hermanos Nicolás y Juan y a Luis de la Paz, hacíamos tertulias en mi casa hasta que mi madre se cansó de aquellas reuniones, y entonces empezamos a hacerlas en el Parque Lenin. Con Reinaldo intercambiábamos manuscritos y leíamos muchísimo, cientos de libros.
―Tus hermanos y tú fueron muy solidarios con Reinaldo Arenas; él mismo lo cuenta en sus memorias. ¿Puedes hablarnos de esto?
―Cuando acusan a Reinaldo Arenas y quieren enjuiciarlo, él se escondió en el Parque Lenin. Mis hermanos y yo lo supimos desde el principio porque la madre de Reinaldo vino a casa a decírnoslo. Nosotros sabíamos dónde encontrarlo y para burlar a la Policía que nos vigilaba noche y día, salíamos de uno en uno para despistar. A veces salía mi hermano Nicolás para dejar que lo siguieran. Montábamos toda una operación para poder llevarle dinero y comida a su escondite. Mi hermano Nicolás iba a declarar como testigo de la defensa en el juicio contra Reinaldo. Por ahí empezó el acoso. El juicio, desde luego, nunca se celebró. En una ocasión la Policía me sacó incluso del aula en que daba clases, en la Escuela de Enfermeras del Hospital Nacional, para llevarme al parqueo en donde tenían detenido a mi hermano Nicolás dentro de un carro de policía, para que yo lo viera e intimidarme.

―¿En qué momento empiezas a tramitar tu salida del país? ¿En qué condiciones?
―Mis hermanos Juan y Nicolás habían logrado salir del país por el puerto del Mariel en 1980. Yo también me presenté para salir, pero no me autorizaron la salida. Me quedé en Cuba con mis padres, quienes también estaban reclamados. Cuando a ellos les autorizaron la salida para España, en la que normalmente yo debía estar incluido, vino alguien de la Seguridad del Estado para advertirme que ellos podían irse, pero que yo me quedaba. Y me quitaron mi pasaporte.
Fue entonces que me fui a trabajar a la agricultura, porque, como dije, ya me habían expulsado del trabajo y no podía ejercer como profesor. Estuve en el campo un tiempo hasta que también me echaron de allí porque me dijeron que la agricultura era para revolucionarios. El caso fue que, como estaba vigente la “Ley contra la vagancia” tenía que fingir que iba a trabajar para evitar que la presidente del Comité de Defensa de la Revolución de mi barrio, una tal Teresa Carretero, me denunciara. De modo que tenía que salir con ropa de trabajo, y haciendo ruido para que la presidenta creyera que yo seguía trabajando.
Y así estuve hasta que un buen día, de la misma manera en que me habían impedido irme, me anunciaron a través de un telegrama que debía presentarme en las oficinas de Inmigración para un asunto de mi interés.
―Entonces pudiste irte por fin…
―Hasta el último minuto pensé que no iba a lograrlo. Tenía pasaje para Madrid, pero mi visa española ya había vencido. Fui al consulado para ver si podía renovarla y allí me informaron que tenía que volver a hacer el proceso porque ya la visa no era válida. Entonces le pedí la tarjeta al cónsul que accedió a dármela, y decidí jugarme el todo por el todo. Me presenté en el aeropuerto con la visa vencida y mi boleto.
Obviamente, el agente del aeropuerto me dijo que esa visa estaba vencida y que no podía dejarme subir al avión en esas condiciones. Entonces le respondí que el cónsul me había dicho que era normal su reacción porque ese tipo de visa, que no vencían, ya no las daban. Y para darle veracidad a lo que le decía le extendí la tarjeta del cónsul invitándolo a llamarlo. El agente tomó la tarjeta y, por supuesto, no llamó, sino que creyó lo que le estaba diciendo. Así fue como, al fin, pude salir de Cuba el 5 de diciembre de 1983 con destino a Madrid.

―¿Cómo fue tu llegada a España y qué sucedió durante tus primeros años de exilio?
―Salí con 32°C y llegué con -9°C al aeropuerto de Barajas. Ya en Madrid estaban mis padres, mi hermana Asela, su esposo e hijos. A los dos días de estar en la capital española me encontré con Reinaldo Arenas, que estaba de visita. Juntos fuimos al Escorial, a Toledo, a Segovia. Paseamos lo que pudimos los pocos días que estuvo pues él seguía para París a ver al pintor Jorge Camacho y su esposa Margarita, que vivían en la capital francesa.
En poco tiempo empecé a trabajar para la editorial Playor de Carlos Alberto Montaner, la primera persona que me dio trabajo. La editorial iba a publicar un manual de Matemáticas realizado por varios especialistas puertorriqueños y de otras nacionalidades y él me pidió que lo corrigiera. Cuando vi aquello me quedé frío porque estaba lleno de errores. Entonces fui a verlo, le demostré dos o tres ejemplos de errores, y le dije que no tenía calculadora para enmendar todo lo que el manual necesitaba que se rectificara. El propio Montaner me facilitó la calculadora, me puse manos a la obra y le arreglé aquel libro que era un auténtico desastre. Así fue como me fui ganando la confianza y durante el tiempo que viví en Madrid, hasta 1987, trabajé para esta editorial corrigiendo todos los libros de ciencias que publicaban, para los que, en ocasiones, recurría a especialistas pues mi ámbito era el de las Matemáticas, pero no el de las otras ciencias.

―¿Y la literatura?
―Justamente en Madrid publiqué mi primer libro: un poemario titulado Orestes de noche, en 1985. Gracias a esto pude venir a Miami por primera vez, ese mismo año, invitado a la Feria del Libro. Hubiera podido quedarme, cuanto más que mis padres y mis hermanos ya se habían ido de Madrid y se habían establecido en esta ciudad, pero yo me comprometí con Carlos Alberto a regresar y así lo hice.
Cuando me quedé solo en Madrid dejé la casa en que vivía con mi familia en el barrio de Aluche y le alquilé a la escritora cubana exiliada Lilliam Moro la buhardilla que ella tenía en la calle León, barrio de Las Letras, en el mismo edificio en que vivía Edith Llerena, la esposa del editor y escritor cubano, también exiliado, Pío Serrano. Durante este periodo conocí a Gastón Baquero, un personaje que cautivaba al auditorio, al punto que cuando hablaba todo el mundo hacía silencio como pude constatar durante una fiesta un 31 de diciembre en que varias personas del mundo de las letras se reunieron para festejar la fecha con Gastón presente. Fue en diciembre de 1987 en que decidí venir a vivir a Miami.

―¿Cómo fueron tus primeros tiempos en esta ciudad?
―Como los de casi todos los emigrantes de aquellos tiempos. Trabajé en muchísimos lugares, desde un Seven Eleven, hasta descargando cajas de zapatos de rastras y de cajero en un restaurante llamado El Bodegón Castilla que ya no existe. Estuve haciendo todo tipo de trabajos hasta que a mediados de la década de 1990 el escritor Carlos Victoria me introdujo en El Nuevo Herald, en donde empecé a trabajar de corrector. Allí sobreviví hasta que empezaron a echar poco a poco a todo el mundo, y cuando me sacaron como ya estaba en la edad del retiro entonces me jubilé.

―¿Te arrepientes de haber venido a Miami?
―En lo absoluto, más bien lo que lamento es no haber podido venir desde mucho antes. Miami siempre representó la meta. En realidad, aquí he podido hacer todo lo que siempre soñé: escribir y viajar. Y aunque ya no viajo tanto sigo escribiendo y lo hago utilizando siempre una máxima de Reinaldo Arenas: “No te detengas”.
Ahora mismo acabo de terminar un poemario titulado Piel de almácigo y estoy escribiendo una novela que quiero titular “Tata Torres”, que es la historia de una familia de emigrantes canarios que llega a Cuba a finales del siglo XIX, y ocurre entre el momento en que Valeriano Weyler construye los primeros campos de concentración y la voladura del acorazado estadounidense Maine en la bahía de La Habana. Los sucesos están inspirados en la vida de mi bisabuela, quien queda atrapada en Pinar del Río en el momento en que hicieron la llamada trocha de Mariel-Majana, para proteger la provincia más occidental del ataque el Ejército Libertador y su avance a lo largo del Occidente de la isla durante la guerra de independencia.
―¿Has pensado volver a Cuba? ¿Queda algo de tu presencia allí?
―¡Ni en sueños! Sin contar que del patrimonio familiar no queda nada. La casa del reparto Poey la derrumbaron para construir otra para alguien del Gobierno. De esta solo quedó una pared exterior que era azul y, de esa pared, antes de que desapareciera, alguien me trajo un pedacito que conservo en el altar en donde están también los santos de mi madre. Ese pedazo de muro, lo único que quedó de la presencia familiar en la Isla, la puse en la portada de uno de mis libros.
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