
El Maleconazo: 31 años después y con más motivos para la rebelión
- Cuba
- agosto 5, 2025
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Con hambre y todo tipo de carencias, con cada vez más horas de apagones, el malestar y las ansias de cambio no paran de crecer.
LA HABANA, Cuba.- No supe del Maleconazo hasta el anochecer de aquel 5 de agosto de 1994, cuando mi amigo Coqui llegó a mi casa para saber de mí, para ver si seguía vivo y no me había muerto de la depresión. Podía ocurrirle a un tipo de 38 años a quien su hasta entonces amantísima esposa de 22 lo había dejado inesperadamente y sin explicaciones hacía una semana. También podía estar preso, lo que tampoco hubiera sido raro, teniendo en cuenta mi declarado rechazo al régimen.
Mi amigo me contó de los miles de personas que unas horas antes tiraban piedras, rompían vidrieras y gritaban ¡libertad! por el Malecón y las calles Galiano e Infanta. No me asombré demasiado, pues hacía semanas que el ambiente estaba muy caldeado con los secuestros y desvíos de embarcaciones, y particularmente luego de que 37 personas, entre ellas 11 niños, murieran al ser hundido el remolcador 13 de marzo para impedir que saliera de las aguas cubanas.
La noche del 5 de agosto no hubo apagón para que los cubanos pudieran ver en el Noticiero de Televisión cómo Fidel Castro se personaba en el Malecón, un par de horas después de que la Seguridad del Estado y los hombres del Contingente Blas Roca, en función de esbirros parapoliciales, lo tuvieran todo bajo control a fuerza de repartir palos, cabillazos y tiros. No se reportaron muertos, pero heridos hubo bastantes.
Cuando ya no hubo peligro de que tiraran botellas, macetas o ladrillos, porque hasta los balcones y las azoteas de media Centro Habana estaban tomados por los represores, el Comandante se paseó orondo por el Malecón, para que sus aduladores crearan otro de sus mitos: el de que “Fidel fue aclamado por algunos de los mismos que minutos antes gritaban en contra suya”.
Esa noche, salí a caminar por La Víbora, a tomar un poco de fresco, pero tuve que regresar a casa enseguida. La policía andaba nerviosa, pedía identificación y registraba los paquetes y bolsos de los pocos que andaban por la calle y cargaba con quien les resultara sospechoso.
Por la Calzada de 10 de Octubre pasaban, en uno y otro sentido, carros patrulleros, camiones y jeeps con militares armados. Y a la mañana siguiente, cuando iba para el trabajo por la avenida Porvenir, rumbo a la Avenida del Puerto, pasaron varios carros artillados y militares con metralletas y uniformes de camuflaje.
Con el paso de los días supe de las varias decenas de heridos y detenidos. Pero la gente ya no quería hablar más del Maleconazo —como fue bautizado el primer enfrentamiento callejero de envergadura que tuvo que enfrentar el castrismo— sino irse del país, ya que el Máximo Líder había anunciado su decisión de que las Tropas Guardafronteras no vigilarían más las costas y permitirían que se lanzaran al mar y enrumbaran hacia la Florida todos los que quisieran.
Se veía en la calle gentes con tablones, tanques de acero, gomas de camiones. Todo lo que sirviera para hacer una balsa y lanzarse al mar. Hablando a gritos. Buscando un carro, un camión que los llevara a la costa. Como si de repente todos se hubieran vuelto locos por largarse y ya no tuvieran que ocultarlo más de chivatos y policías.
Así, Fidel Castro, al igual que en 1980 salió de la crisis de los refugiados en la embajada de Perú abriendo el puerto del Mariel, logró sacar vapor de la olla antes de que reventara y salir de la crisis del Maleconazo con un éxodo de balseros. Posteriormente, para mitigar el hambre y la escasez, reabrió los mercados campesinos.
Treinta y un años después todo está mucho peor en Cuba que en el verano de 1994, cuando el llamado Periodo Especial alcanzó su clímax y ocurrió el Maleconazo. Y —el castrismo siempre es capaz de superarse para mal— también está peor, mucho peor, la situación, en todo sentido, que hace cuatro años, en julio de 2021, cuando los días 11 y12 de julio ocurrieron las masivas protestas en todo el país que hicieron palidecer al Maleconazo.
Desde entonces, están creadas las condiciones para otro estallido. Lo asombroso es que no haya ocurrido ya. Y puede que si ocurre, sea más violento que los anteriores: es mucha la ira y el resentimiento de los oprimidos y demasiada la prepotencia e intolerancia de los opresores, que lo más probable es que no duden en volver a dar la orden de combate para el choque fratricida.
Los mandamases del continuismo temen que se produzca el estallido, pero es poco y mal lo que hacen por evitarlo. Como no tienen ni remotamente la astucia matrera de Fidel Castro para capear los temporales y saben que hoy sería imposible recurrir a un nuevo éxodo que saque vapor a la olla, apelan a la represión, al aumento de la vigilancia y al endurecimiento de las leyes de un código penal de inspiración nazi, para intimidar y disuadir al pueblo de rebelarse.
Pero con una economía que hace mucho se fue a pique, con hambre y todo tipo de carencias, con cada vez más horas de apagones, el malestar y las ansias de cambio no paran de crecer. Nadie cree en las promesas y pretextos de los mandamases. Sus consignas gastadas, sus exhortaciones al sacrificio cada vez que adoptan una medida más antipopular que la anterior, sus regaños por lo malagradecidos que somos, sus desfachatadas mentiras, solo consiguen que los detestemos más.
Tienen la fuerza represiva. Pero llegará un momento en que no bastará para contener a un pueblo desesperado.
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