
Daniel Fernández, periodista: «Debo ser el único estibador encarcelado por escribir una novela»
- Cuba
- julio 11, 2025
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El escritor William Navarrete entrevista al periodista, escritor y actor cubano Daniel Fernández.
MIAMI, Estados Unidos. – Aprovecho de este viaje a Miami para visitar y entrevistar al periodista y amigo Daniel Fernández. Como cada verano, Daniel espera a sus amigos con una bolsa de mangos de su patio, en donde crecen tres variedades. Apasionado y especialista en botánica, siempre ha sido punto fijo en los festivales del mango del sur de la Florida, y pasear por su jardín en su compañía es una auténtica lección sobre plantas, flores y árboles frutales. Un día me enseñó orgulloso la pitahaya que crecía en su jardín con frutos.
A Daniel Fernández lo conocí hace más de 25 años. Trabajaba él en El Nuevo Herald y yo comenzaba a colaborar con el periódico cuando la periodista y activista Nancy Pérez Crespo nos recibió en su casa del SW para ofrecernos una de las opíparas cenas en la que solía reunir a amigos. Con el tiempo colaboramos en varios proyectos, lo invité a participar en la antología sobre el Centenario de la República Cubana en 2002 (Ediciones Universal), presenté algunos de sus libros en París, los reseñé en el periódico, del mismo modo que él escribió criticas sobre algunos de los míos. Nuestra amistad, a pesar de desacuerdos en algunos temas, ha trascendido durante años. Y aunque Daniel es bastante locuaz y ha contado mucho de su vida azarosa y llena de altibajos, me he enterado de muchas cosas que ignoraba y que han salido a la luz durante esta entrevista.
―Cuéntanos de tus orígenes familiares.
―Cubano por los cuatro lados. Mi padre, Daniel Fernández Pérez, ya era hijo de cubanos. Mi abuelo Bernardo, su padre, tenía orígenes canarios, pero él había nacido en Cuba igual que Rosa Pérez, su esposa. Mis abuelos eran de la zona de Campo Florido, Madruga, Pipián, es decir, de los campos de la provincia de La Habana. Un tío llamado Jacobo les puso a todos sus hijos nombres bíblicos. Tenía una finca en Campo Florido y la primera foto actuando que me tomaron fue justamente en ese sitio, y aunque solo tenía como año y medio, ya anunciaba mi inclinación artística porque en ella estoy posando con un mango en la cabeza. La primera vez que monté caballo fue en esa finca. En Madruga, vivía Ambrosio Pérez Centeno, hermano de mi abuela, al que también visitábamos durante mi infancia.
Estos abuelos eran espiritistas de salón y Bernardo curaba con agua. Recuerdo que imprimía volantes con oraciones que lanzaba por las ventanas de las casas y deslizaba por debajo de las puertas, como los programas de cine de barrio en Buenavista. Incluso, publicó un librito titulado El amigo del hogar que aún conservo. Curiosamente, falleció de un infarto en el andén de la estación de trenes de Campo Florido cuando iba a visitar a su hermano Jacobo que estaba muriéndose. Recuerdo que el hermano preguntaba constantemente por qué no acababa de llegar Bernardo, y en un momento dijo: “Ah, ahí llegó Bernardo”, y expiró. Al parecer había visto al espíritu porque Bernardo había fallecido días antes.
En cuanto a mi madre, se llamaba Felicia González Palma, hija de Bernabé y Rosalía, también cubanos, de la zona del Guatao y Punta Bravo. Fue en casa de una tía abuela llamada Cuca que tuve mi primer contacto con la botánica, porque el esposo de ella, que llamaban Chichí, poseía un vivero y vendía matas. Esta tía Cuca murió centenaria en Miami.
Con esto quiero decir que mis orígenes son, por parte de mi padre, campesinos y por la de mi padre, de un pueblo de la provincia de La Habana.

―¿Y tus padres?
―Ellos habían nacido ya en la ciudad de La Habana. Mi madre había sido manejadora de Cuqui, hija de Isidoro Castellanos, el autor de dos libros: Anatomía, Fisiología e Higiene y Zoología y Botánica, que eran los manuales con los que se aprendían estos temas en las escuelas cubanas. Esto sucedió antes de que se casara con mi padre, quien trabajaba en la fábrica de aluminio Bolinaga, en Regla, en donde era remachador. Mi padre también había sido venerable maestro masón de la Logia Libertad y Civismo que quedaba en el barrio La Ceiba. Después de mi nacimiento, mi madre montó a través de una hermana de ella un negocio de ventas a domicilio de joyas y de telas.
―¿Dónde naciste y qué recuerdos tienes del barrio de tu infancia?
―Nací en La Habana, en el barrio de Buenavista, y mi primer hogar se encontraba en el 2508 de la calle Consulado, que ahora llaman 60. Frente a la casa había una especie de cuchillo formado por las calles Mendoza y Novena.
Mi infancia estuvo bañada por la música, por una parte, cubana que oía desde la victrola del bar de Everardo que quedaba en frente y, por otra, española, que emanaba de otro aparato similar, pero esta vez proveniente del bar de Andrés, un peninsular, con cuplés y todo el repertorio popular español del momento. Buenavista era un barrio muy cosmopolita. Al lado de mi casa estaba la quincalla El Gallo, que pertenecía a un judío polaco llamado Isaac y, del otro lado, una fonda de chinos que, luego, se convirtió en guarapera. Detrás de la fonda, por ejemplo, vivían unos mexicanos: Ismael y su esposa que tenía unas trenzas yucatecas que les llegaban a las rodillas. En una tienda de víveres en la misma cuadra llamada La Bodeguita del Medio, propiedad también de una mexicana, Lupe, se ponía un limpiabotas que era quien vendía revisticas policiacas a todo el barrio, pero también pornográficas, que escondía en el cajón y fue la primera vez que me enteré de la existencia de este tipo de publicaciones.

―¿Dónde cursaste tu primera escolaridad?
―Nací en La Habana, en el barrio de Buenavista, y mi primer hogar se encontraba en el 2508 de la calle Consulado, que ahora llaman 60. Frente a la casa había una especie de cuchillo formado por las calles Mendoza y Novena.
Mi infancia estuvo bañada por la música, por una parte, cubana que oía desde la victrola del bar de Everardo que quedaba en frente y, por otra, española, que emanaba de otro aparato similar, pero esta vez proveniente del bar de Andrés, un peninsular, con cuplés y todo el repertorio popular español del momento. Buenavista era un barrio muy cosmopolita. Al lado de mi casa estaba la quincalla El Gallo, que pertenecía a un judío polaco llamado Isaac y, del otro lado, una fonda de chinos que, luego, se convirtió en guarapera. Detrás de la fonda, por ejemplo, vivían unos mexicanos: Ismael y su esposa que tenía unas trenzas yucatecas que les llegaban a las rodillas. En una tienda de víveres en la misma cuadra llamada La Bodeguita del Medio, propiedad también de una mexicana, Lupe, se ponía un limpiabotas que era quien vendía revisticas policiacas a todo el barrio, pero también pornográficas, que escondía en el cajón y fue la primera vez que me enteré de la existencia de este tipo de publicaciones.
―¿Tu familia se había implicado en la lucha contra Fulgencio Batista? ¿Qué recuerdos tienes del 1° de enero de 1959?
―En mi casa simpatizaban con los revolucionarios. Digamos que se implicaron superficialmente pues compraban bonos del 26 de Julio y repartían aquellos panfletos que se llamaban de Las 3 C (cero cine, cero cabarets, cero compras) que incitaban a una forma de resistencia haciendo mella en la economía.
La mañana del 1° de enero de 1959 una vecina espiritista llamada María Hernández nos tocó la puerta muy temprano para darnos la noticia. Muy alborozada le anuncio a mi abuela que se había ido el tirano y ambas de abrazaron llorando. Sucedió que poco tiempo después, esta misma vecina vino a avisarnos que le extrañaba que el polaco dueño de la quincalla no había abierto y así fue como descubrieron que yacía apaleado y casi moribundo en el patio de su casa. Se rumoró que era un ajuste de cuentas porque se sospechaba que había sido informante de la policía de Batista.
―Eras muy joven, me imagino que no te implicaste en la revolución en marcha.
―Te equivocas. Con 13 años de edad me fui a alfabetizar. El entusiasmo entonces era grande y yo había tenido una educación cristiana, en la que me inculcaron aquello de ayudar al prójimo. Enseñar me parecía una misión justa y humanitaria. A esto se añade que yo quería escapar de mis padres que no eran nada fáciles. Recuerdo que un acceso de cólera mi padre me dijo que si lo que quería era irme a alfabetizar que buscara el papel que él debía firmar autorizándome como menor, y en ese mismo momento le dije que el papel lo tenía en mis manos, de modo que en medio de su furia no le quedó otra alternativa que firmarlo.
Alfabeticé durante todo el año de 1961 y lo hice primero en solares de La Habana, luego en el cuartón rural La Canoa, de la zona del central Perú, antes de Jobabo, en Victoria de Las Tunas, antigua provincia de Oriente.

―Pero no habías terminado el bachillerato…
―Después de la alfabetización a todos los que habíamos participado en aquella aventura nos dieron becas para que estudiáramos lo que quisiéramos. Yo me inscribí en 1962, en la Escuela Nacional de Arte (ENA) en Cubanacán, en donde empecé a estudiar Artes Dramáticas. En mi grupo estaban estudiantes que luego se convirtieron en grandes actores, como Mirtha Ibarra, Doris Gutiérrez, Miriam Lezcano, Tito Junco, María Elena Mariño, entre otros. Estudié dos años hasta que me expulsaron por cuestiones disciplinarias, pero en realidad era por mi evidente homosexualidad, lo cual había ocasionado acusaciones superficiales por algunos alumnos. Al dejar la beca, pasé distintos cursillos, en la Biblioteca Nacional, uno de Orientalismo, y en la Biblioteca de Marianao, uno de Apreciación de la Lectura que fue en realidad de crítica literaria con la gran escritora Mercedes Antón, cuya amistad disfruté también después en Miami. Como ya estaba en edad militar, me llamó el Servicio Militar Obligatorio, que comencé en abril de 1965 en una unidad de radares que quedaba en el Wajay.
―¿Terminaste el Servicio Militar sin problemas?
―Después de la alfabetización a todos los que habíamos participado en aquella aventura nos dieron becas para que estudiáramos lo que quisiéramos. Yo me inscribí en 1962, en la Escuela Nacional de Arte (ENA) en Cubanacán, en donde empecé a estudiar Artes Dramáticas. En mi grupo estaban estudiantes que luego se convirtieron en grandes actores, como Mirtha Ibarra, Doris Gutiérrez, Miriam Lezcano, Tito Junco, María Elena Mariño, entre otros. Estudié dos años hasta que me expulsaron por cuestiones disciplinarias, pero en realidad era por mi evidente homosexualidad, lo cual había ocasionado acusaciones superficiales por algunos alumnos. Al dejar la beca, pasé distintos cursillos, en la Biblioteca Nacional, uno de Orientalismo, y en la Biblioteca de Marianao, uno de Apreciación de la Lectura que fue en realidad de crítica literaria con la gran escritora Mercedes Antón, cuya amistad disfruté también después en Miami. Como ya estaba en edad militar, me llamó el Servicio Militar Obligatorio, que comencé en abril de 1965 en una unidad de radares que quedaba en el Wajay.
―Cuéntanos de tu experiencia en esa prisión.
―A los pocos días de ingresar en la prisión, me hicieron una prueba de redacción y mecanografía, y se dieron cuenta de que yo tenía la preparación requerida para ciertos trabajos burocráticos. Necesitaban a alguien que trascribiera los juicios, aunque en realidad esos juicios eran una mascarada. Imagínate que llegué a ver y transcribir hasta 34 juicios en un mismo día. De modo que permanecía con el uniforme de recluta, con derecho a pases y llamadas telefónicas, pero condenado a cumplir la condena en este lugar que, como sabes, era una prisión colonial con galeras que databan de siglos atrás. El director de la prisión era un tal Roberto Paraleda Nápoles y tenía un secretario que se llamaba Higinio, que estaba cumpliendo condena por asesinar a su mujer. En una ocasión tuve que sustituirlo, y ahí fue cuando descubrí que las sentencias se firmaban antes de que tuvieran lugar los juicios que, aunque tenía abogados defensores de oficio, eran decididos por un juez y dos vocales.
La prisión tuvo mucho que ver con mi conversión espiritual. Fue allí que empecé a escribir mi primera novela La vida secreta de Truca Pérez, que tantos problemas iba a causarme años después. En El Morro había dos torreros, uno español llamado Azcuín y uno cubano apellidado Chávez. Simpaticé con este último que me regaló libros como Benito Cereno, de Melville. Me dejaba subir al faro para ver La Habana de noche y escuchar Nocturno, Oiga y otros programas en su radio. Como al fanal había que darle cuerda cada seis horas, yo me ocupaba de eso a medianoche, para que él pudiera acostarse temprano.
―¿Cuándo saliste y qué hiciste?
―En 1968 me dieron la baja del Servicio y salí del Morro. Como estaba en vigor una ley llamada “contra la vagancia” tuve que ponerme a buscar trabajo de traductor o cosas que tuvieran que ver con el arte, pero en ningún sitio me aceptaban. Lo único que encontré fue de bracero/estibador en los muelles del puerto. Estuve trabajando en los muelles diez años de mi vida, hasta el 12 de mayo de 1978 en que me meten preso por tercera vez.

―Pero nunca perdiste contacto con el ámbito intelectual…
―En esa época a Fidel Castro le dio por obligar a la gente que trabajaba a estudiar en cursos nocturnos. Fue en 1974 que me inscribí en los cursos nocturnos de la Facultad de Letras de la Universidad de La Habana y recuerdo que en mi aula estaban desde Osvaldo Navarro, Susana Alonso, el actor Julito Martínez y hasta Nitza Villapol, conocida por su programa Cocina al minuto, el primero de su tipo en el mundo y uno de los que más tiempo duró en antena. Un programa muy moderno. Fue donde se inventó la toma de los platos y calderos desde arriba, que se logra mediante un espejo. Las cámaras de antes no permitían hacer las maravillas que se hacen ahora. Me hice muy amigo de Nitza y recuerdo que me confesó que ella estaba harta de la cocina y que quien cocinaba para el programa era Margot y en su casa la que lo hacía era su madre, Carolina. En esa época a la par de la escuela de Letras me matriculé en la escuela de idiomas Tamara Bunke en la que me gradué de traductor de alemán.
―¿Te relacionabas con el mundo intelectual?
―En este periodo de mi vida frecuentaba a muchos intelectuales, pintores, escritores. Era muy amigo de Humberto Arenal, que leyó mi novela, y quien me confesó en un momento que se había quedado en Cuba porque no tenía otra opción, pero que a veces le daban ganas de mandarlo todo al carajo.
También era amigo de Abelardo Estorino, Antón Arrufat, Miguel Barnet, José Rodríguez Feo, Carlos Piñeiro, Pepe Triana, y especialmente Virgilio Piñera a quien conocí en el vestíbulo de la Cinemateca y, después de un largo interrogatorio, tanteándome para ver si era informante del régimen, me fue dando entrada, al punto de que, en ocasiones, me sentaba en la butaca del cine al lado de él para ver las películas, y me leyó una de sus obras en su casa en privado.
En esa época lo más delicioso de La Habana era que te encontrabas con gente conocida en cualquier sitio, en la calle, porque todo el mundo tenía que salir a resolver sus problemas. Así fue como conocí a Alicia Rico que se sentó al lado mío en un banco del Parque Central para comerse unos churros y conversamos. Con Bola de Nieve conversé montado en la ruta 27. Él vivía cerca del paradero de esa guagua.
―¿Cómo era Virgilio?
―Muy lapidario, como toda persona que ha sufrido mucho y que, como él, fue tan repudiado por su homosexualidad desde décadas antes. El humor de Virgilio era único. Te contaré una anécdota que ocurrió en casa de Olga Andreu, en un momento en que ésta organizaba la fiestecita de cumpleaños de su hija Natalia. Entre los invitados estaba Antón Arrufat, quien enseguida se puso a sacarle fiesta al noviecito de Natalia, joven y bello, y que no le hizo el menor caso. Entonces, evidentemente furioso por el desprecio, Antón dijo: “Este muchacho está lleno de vanidad”. A lo que Virgilio respondió: “Ay, niño, ¡déjalo que se llene de algo! Como sabía que yo devolvía los libros me prestó muchos, entre ellos El monje de Matthew Gregory Lewis, en la traducción de Artaud. Virgilio decía que, como Mallarmé, él lo había leído todo.
―Me dijiste que volviste a caer preso, por tercera vez. Cuéntanos en qué circunstancias.
―Yo era muy confiado y hablada más de la cuenta. Como dije, estando preso en el Morro había empezado a escribir la novela La vida secreta de Truca Pérez. Como hacía lecturas para amigos en diferentes lugares como en la casa de Carlos Piñeiro, el director de la televisión, la novela inédita se había convertido en una especie de leyenda urbana. Un día estando en Coppelia me encontré con Roger Salas, quien al verme con el manuscrito debajo del brazo insistió para que se lo dejara y, aunque no lo hice, sí le mostré páginas. Este Coco Salas vivía en el mismo edificio que Reinaldo Arenas, en el antiguo hotel Montserrate, en las lindes de Centro Habana y de La Habana Vieja. Yo visitaba frecuentemente a Reinaldo y como a veces no estaba me quedaba un rato en casa de Coco Salas esperando a que regresara.
En esa época yo seguía de estibador en el puerto. Corría el año de 1978 y tuve la premonición, e incluso se lo comenté a mi madre, de que me iban a arrestar. Y no me equivoqué porque una mañana sentir cuando la policía de la Seguridad del Estado vino a buscarme a la casa y me escapé por detrás. Claro, como no tenía donde meterme no me ocurrió otra cosa que ir a mi trabajo, al puerto, porque en cierta medida allí era donde más protegido me sentía porque me querían muchísimo y la brigada en la que yo trabajaba, la de Fonseca, había salido vanguardia nacional. Entonces me fui al trabajo y fue allí, delante de todos mis compañeros, que vino la policía, un 12 de mayo de 1978, a arrestarme.
―¿De qué delito te acusaban y en qué condiciones ocurrió todo?
―El delito era subversión y distribución de propaganda enemiga. Todo relacionado con mi novela manuscrita La vida secreta de Truca Pérez que denunciaba la persecución a los homosexuales y ponía a Fidel como un tirano más. Con el cineasta Tomás Piard había filmado de manera clandestina un episodio que también me fue incautado. Los interrogatorios duraron 42 días en Villa Marista, sede de la Seguridad del Estado, y también detuvieron e interrogaron a Carlos Victoria, que vivía en Camagüey; al propio Tomás Piard; a Bernardo Medina, que vivía en Pinar del Río, a Reinaldo Flores, quien había pasado la novela a máquina.
―¿Supiste quién había dado el chivatazo?
―Por supuesto. Y lo sé porque le puse tres trampas y no es primera vez que lo revelo. Fue Coco Salas, a quien yo le había dicho tres mentiras que salieron durante los interrogatorios en Villa Marista. Siendo él la única persona a la que le había dicho que existían siete copias del manuscrito, que una de las copias estaba en el extranjero y que el escritor Miguel Barnet lo había leído. Cuando el oficial interrogador mencionó estas cosas, yo le dije que estaba perdiendo su tiempo que todo eso era una mentira que le había dicho a Coco Salas para ponerlo a prueba. En cuanto le dije esto, se acabaron los interrogatorios. Aunque ahora pienso que más de una persona informó sobre mí.
Nunca acepté ninguno de los cargos y siempre mantuve que yo no había dicho nada de lo que aparecía en la novela por la única razón de que se trataba del personaje que al final se suicidaba. Inicialmente la sanción que me pedían era de 8 años de cárcel y terminaron metiéndome 4 que iba a cumplir en el Combinado del Este.
―¿Y los cumpliste?
―Ya desde el juicio mismo me habían dicho que me liberarían a condición de que aceptara irme del país. En ese momento estaban sacando presos de las cárceles por acuerdos con el gobierno de Jimmy Carter. Así y todo, estuve preso un año y medio en el Combinado del Este en donde estaban mezclados presos comunes y políticos. El Gobierno estaba preparando el Festival Mundial de la Juventud y de los Estudiantes y se esperaba que visitaran la isla miles de jóvenes de todos los países del mundo. Por esta razón, recogían y encarcelaban a todos los que ellos consideraban que representaban un peligro ya que podían contarles a los visitantes la realidad que vivíamos. Aquello fue una auténtica razzia y recuerdo haber visto ingresar al Combinado hasta unas 300 personas diarias. Había persona que por estar marcadas y sin haber hecho nada las metieron en la cárcel. Uno de ellos, por ejemplo, era Nelson Carrera, quien había estado en Argelia y, tras su regreso a Cuba, se había quedado más tiempo de lo previsto en Madrid. Como le tenían un expediente abierto también lo metieron preso en ese momento.
Creo que debo ser el único estibador del mundo acusado y encarcelado por escribir una novela.
―¿Cuándo logras salir de la cárcel y de Cuba?
―De la cárcel salí en septiembre de 1979 y de La Habana, rumbo a Miami, el 12 de diciembre de 1979, un día de la Guadalupe, a quien, por cierto, le había hecho una promesa. Había requerimientos para la salida como darse de baja de la libreta, hacerse placas de pulmones, sacar los antecedentes penales y toda una serie de cosas. Durante los tres meses que estuve en esas gestiones me encontraba con gentes que conocía en la calle y que se hacían los que no me conocían. El propio Piart, por ejemplo, fue uno de ellos. El terror era lo corriente.

―¿Cómo fue tu llegada a Miami?
―Al principio me quedé en casa de unos tíos mayores por parte de padre que ya estaban retirados y que vivián en la 6 calle y la 16 avenida del SW. Estuve durmiendo durante dos meses en un catre en la sala, hasta que conseguí trabajo en el departamento de fotolitografía de la editorial América que era la que publicaba revistas como Buen Hogar, Vanidades, etc. Me pagaban 30 dólares por artículo, pero pude ir introduciéndome en el mundo periodístico. Además, me pude independizar y mudarme solo para la 7 calle y la 17 avenida del SW, detrás del restaurante El rey del bistec.
Poco tiempo después empecé a trabajar, bajo la dirección de María Eloísa Álvarez del Real, quien había sido directora del Instituto de La Habana, en el Almanaque Mundial, una publicación de carácter anual. Recuerdo que hicimos el Atlas de Venezuela y a mí me tocó preparar todo lo relativo a la isla Margarita. Hice tres libros con María Eloísa: una biografía de José Gregorio Hernández, una historia de la magia a la que pusieron un título absurdo Todo sobre brujería, y un diccionario de arte y literatura. Esta etapa en la editorial América fue muy formativa para mí, pues date cuenta que yo siempre había sido muy marginado, algo así como una bala perdida, que nunca había pertenecido a ningún grupo y que se había creado su propia Cuba, sobre todo en el exilio. Allí escribí con 8 seudónimos sobre distintos temas, y me inicié como astrólogo profesional en varias revistas internacionales. En la revista Ideas para su hogar por más de 11 años tuve la columna Secretos de Buena Cocina con el seudónimo de Lola de Feria.

―¿En qué momento empiezas a trabajar para El Nuevo Herald y cómo entraste en el periódico?
―Debe ser hacia 1985, cuando el periódico estaba dirigido por Roberto Suárez. Yo empecé traduciendo para Olga Connor que dirigía entonces Galería, recetas del alemán. Luego, cuando entró Silvia Licha, y apoyada por Alberto Ibargüen, el nuevo director, ésta me dio la oportunidad de escribir las críticas de música y las columnas de música y de jardinería.
Mis columnas de jardinería tenían un éxito increíble. Mi propia casa se había convertido en una jungla pues cuando la compré en 1990 solo tenía dos matas de mangos y un flamboyán, y hoy en día parece una selva tupida. Hubo un momento en que las columnas tenían un spot publicitario en el canal 23, pero terminaron retirándolos. Hice unos doce documentales sobre plantas mezclándolos con temas culturales para una empresa particular, pero solo se vieron en Puerto Rico.
El periódico al final, antes de retirarme, ya no se parecía en nada a aquel en el que empecé. Antes pagaban todos los extras, pero cuando llegó como director Carlos Castañeda instauró un sistema que a mí me recordaba el comunismo y los periodistas empezamos a trabajar por un salario fijo, de modo que aumentó la cantidad de trabajo por el mismo dinero. Humberto Castelló logró volver a levantar el periódico, pero ante las políticas de los dueños, se vio obligado a renunciar.

―¿Qué recuerdos tienes del Miami de la década de 1980?
―Era una ciudad maravillosa. Se acuñó la expresión The Magic City. Puedo decir que no tengo ninguna nostalgia de Cuba, sino del Miami de aquella década. La ciudad tenía decenas de sitios nocturnos, muchos teatros en español, muchos lugares para gay, se socializaba mucho más que hoy y la vida cultural era increíble. Nancy Pérez Crespo había fundado la editorial SIBI con un catálogo fabuloso. Allí trabajé con Heberto Padilla y Belkis Cuza Malé. Por Miami pasaban grandes escritores y artistas. Por otra parte, existía una gran vida espiritual, había convenciones de astrología. Siempre digo que en esta ciudad tuve una segunda juventud. Todo eso empezó a cambiar a partir de 1989 y yo lo predije. De todas formas, todo cambia y como dijo Lezama Lima, la vida es una oscura pradera que va pasando.

―Has publicado varios libros y también has incursionado en la actuación…
―He publicado Alquimia magna, que primero salió en el periódico por entregas. Luego publiqué, en 2009, Sakuntala la mala contra la tétrica mofeta, una especie de homenaje a Reinaldo Arenas quien mintió cuando contó en Antes que anochezca que había sido Virgilio quien había quemado sus poemas. Sin embargo, en la entrevista que le hizo el New York Times él había dicho que era yo el que quemaba los poemas después de leídos en público para evitar las pruebas, como realmente hice en una ocasión en casa de Carlos Piñeiro. Quizá le falló la memoria. Luego, publiqué en 2010 las Novelas Sencillas que eran tres (Los amores de Luis XIII y Akenatón y Nefertini, ambas publicadas en el Herald bajo el seudónimo de Leina D’Zednarnreff en 1992 y 1993 y la propia Alquimia magna que publiqué en este mismo periódico bajo el seudónimo de Aida Cranite). Después publiqué en 2019 La edad de la idiotez. La amnesia y la perplejidad y, por último, en 2022 Epístolas eróticas a Fabio, un libro que desearía que siguiera circulando pero que Amazon tiene secuestrado.
En cuanto al ámbito teatral mi debut fue con el grupo Prometeo en la pieza El chino, de Carlos Felipe, en la que interpretaba el papel del esposo de mi maestra Teresa María Rojas, bajo la dirección de Heberto Dumé y montaje de Samuel Vázquez. Esto ocurrió en mayo de 1989 y la puesta tuvo lugar durante el cuarto Festival de Teatro de Miami, pero pasaron muchas cosas, me desencanté y terminé abandonando el teatro.
Pasó mucho tiempo sin que volviera al teatro hasta que, por mis 70 años, escribí y actué en el monólogo 70 veces Sakuntala para el festival latinoamericano del monólogo en Havanafama. Estuve haciendo monólogos míos durante varios años consecutivos, también había actuado en 2018 en Las chicas de Copacabana que tuvo muchísimas exitosas funciones bajo la dirección de Juan Roca y en la que interpreté el personaje de Hortensia. Y en el 2023 hice de Liduvina en Divinas palabras, de Valle Inclán, con el mismo grupo dirigido por Juan Roca.


¿Qué estás haciendo ahora?
Estoy trabajando en una adaptación de La tempestad, de Shakespeare, donde pienso realizar mi sueño de interpretar a Próspero y ya comencé una nueva novela autobiográfica muy divertida y compleja. También he entrado en una nueva etapa de crecimiento espiritual. Como decía Martí: La educación comienza en la cuna y termina en la tumba. Todos los días aprendo algo, hasta en sueños.
¿Has vuelto a Cuba?
Nunca. Lo intenté en 1989, cuando mi madre estaba muy enferma y se sabía que le quedaba poco. Me humillé, pedí el permiso para regresar y me lo negaron. Mi hermana vivía todavía en Cuba y me contó que al ir a las oficinas en donde se tramitaba el permiso, con el documento de la Cruz Roja en la mano que probaba las condiciones físicas de mi madre, el empleaducho a cargo de esto le dijo: “su hermano nunca más podrá pisar esta tierra”.
Nunca entendí la razón de tanto odio, como si yo hubiera puesto bombas o incendiado no sé qué. El caso es que fue mi madre quien, nueve meses antes de morir, con mucho esfuerzo vino a verme a Miami. Estuvo visitándome apenas 40 días. Pues solo daban permiso por 20 prorrogables por otros 20 con papeles médicos y volviendo a pagar el trámite. Llegó para verme y despedirse de mí, pues no la había vuelto a ver desde mi salida de La Habana en 1979. Hizo aquel viaje con el seno sangrando todavía de la mastectomía que le habían hecho. Entonces me dije que, si a mí no me habían dejado regresar a mi país para ver mi madre antes de morir, nunca más volvería a ver a Cuba. Tendrían que ocurrir muchos milagros para que yo volviera. No odio a Cuba, pero solo me dio malos recuerdos y prefiero la paz de mi patio donde vuelvo a vivir el Campo Florido de mi infancia.
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