
«Cuba nunca podrá ser de nuevo lo que fue»
- Cuba
- mayo 5, 2025
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MADRID, España. – Me encuentro con Julio Batista Campilli en el Bond Madrid, un café de la Plaza de Jesús, muy cerca del sitio en que vive, en el Barrio de las Letras. He llegado a él a través de amigos en común que asisten a sus cursos magistrales en el Instituto de Humanidades Francesco Petrarca. He conocido a lo largo de mi vida fuera de Cuba a otros miembros de su familia, entre ellos al editor y amigo Víctor Batista Falla, y a su prima hermana María Teresa Mestre Batista, Gran Duquesa de Luxemburgo. Hasta ahora me faltaba este encuentro con uno de los bisnietos de Laureano Falla, un hombre que en la historia de la emigración española hacia la Isla y en la de la propia economía cubana entre finales del siglo XIX y principios del XX es, por sí solo, un pilar esencial.
De toda la descendencia del matrimonio Falla-Bonet, es Julio Batista quien posee actualmente y se ha ocupado de restaurar y conservar la casona de indianos en el pueblo cántabro de Anero que todos llaman “Palacio de Falla”. Como historiador se siente muy orgulloso de haber tenido la oportunidad de proteger esta joya arquitectónica de la que se desprende, tanto de sus piezas como de los jardines, una innegable atmósfera cubana porque fue concebida enteramente pensando en la Gran Antilla. Julio es locuaz y conserva su acento cubano no tanto por haber nacido en la Isla ―de la que salió con pocos meses de nacido― sino por razones que él mismo nos contará a través de esta entrevista.
Hubiéramos muy bien podido hablar del Romanticismo, de la historia del siglo XIX español, de literatura italiana, entre otros muchos temas que constituyen el centro de su atención y el contenido de muchos de sus cursos. El caso fue que, en realidad, hablamos de todo aquello que, como descendiente de cubanos, le sigue vinculando con la memoria afectiva del país que fue y que ha dejado de existir, y es parte de aquellos que han conservado los recuerdos familiares de la Cuba de otros tiempos.
―Cuéntanos de tus orígenes familiares y de tu nacimiento.
―Nací el 9 de enero de 1960, en la Clínica Miramar de La Habana. Mi padre, Julio Batista Falla, era uno de los cinco hijos del matrimonio entre Agustín Batista González de Mendoza y María Teresa Falla Bonet. Esta última era la heredera de la sucesión Falla Gutiérrez, el grupo más importante de financieros azucareros cubanos antes de 1959, cuya presencia en la Isla data de la segunda mitad del siglo XIX. Mi bisabuelo cántabro Laureano Falla Gutiérrez llegó a Cuba con 14 años en 1873, proveniente del pueblo de Anero, y casó en 1889 con la cubana María Dolores Bonet Mora.

Laureano comenzó su vida laboral en Cuba como dependiente, trabajando en la tienda de su tío Laureano Gutiérrez Diego en el poblado de Santa Isabel de las Lajas, cerca de Cienfuegos. Al fallecer en 1929, mi bisabuelo dejó como legado una fortuna colosal que incluía varios centrales, entre los cuales figuraban Adelaida, Manuelita, Violeta, Punta Alegre, Andreíta y Patria. También era el principal accionista de la Compañía Cubana de Electricidad, la Papelera Nacional de Marianao, la Refinería de Petróleo de Luyanó, la Compañía Cubana de Pesca, entre otras industrias. Fue justo después de su muerte que la sucesión Falla Gutiérrez fue creada. Su residencia en La Habana, en las calles B y 13 del Vedado, se mantuvo hasta 1960 como la casa principal de la familia.
Mi abuelo paterno, Agustín, originario de Santa Clara, era abogado y supo multiplicar la fortuna de su esposa convirtiendo en 1943 al The Trust Company of Cuba, un banco entonces inactivo, en el primero de la Isla. El edificio principal y el las letras de su nombre en el frontón persisten todavía en la calle Obispo, 257. Agustín era accionista o propietario de muchos otros negocios como la Fábrica Nacional de Pinturas, la Compañía Inmobiliaria Payret S.A. (con el cine y teatro de ese nombre), The Cuban American Sugar Mills Company, y muchos más.
Por otra parte, mi padre casó en La Habana, el 4 de mayo de 1958, con Clelia Campilli Roig. Un matrimonio que el cura de la iglesia en donde tuvo lugar la ceremonia sugirió que no se llevara a cabo porque la situación política del país se degradaba cada día más. La historia de mis ascendientes maternos es muy curiosa porque mi abuelo Guido Campilli era un romano originario de Frascati que desembarcó un buen día en La Habana, cuando viajaba en barco a Chile. Se quedó tres días en la capital cubana y conoció entonces a Mercedes Roig Dominicis, que tendría más de 30 años, y se casaron.
Mi abuelo italiano nació en 1900, pero la mayor parte de sus compañeros, por haber nacido un año antes, fueron alistados en el frente durante la guerra de 1914 y murieron combatiendo. Los llamados se hacían entonces por año de nacimiento, con lo cual a quienes nacieron en 1899 y antes les tocó lo peor. Esa diferencia de fecha probablemente le salvó la vida a mi abuelo. Mi abuela materna era una intelectual. Se pasaba el día leyendo, era campeona de bridge reconocida en los círculos de jugadores profesionales de la Isla, y sobrina del gran historiador cubano Emilio Roig de Leuchsenring. El italiano y la cubana tuvieron cuatro hijos e hijas, y de ellos, la mayor fue mi madre Clelia, que nació en 1935.
Hubo un episodio en la historia familiar materna que ocurrió después del nacimiento de mi madre. Mis abuelos se fueron en 1936 a Roma, justo en la peor época, y se quedaron en Italia hasta finales de la década de 1940. Por eso, mi madre hablaba perfectamente el italiano. Ignoro la razón por la que decidieron aquel viaje, lo que sí sé es que regresaron a La Habana después porque mi abuelo tuvo luego un negocio de mármoles italianos en la capital. Decía que después de la guerra Italia se iba a convertir en un país comunista y no le gustaba aquella idea. Tal vez por eso regresó a Cuba.

―¿En qué condiciones tiene lugar tu salida de la Isla?
―Tenía cuatro meses de nacido cuando la familia decidió salir del país en 1960. Esto fue algo que habían preparado a lo largo de 1959 pues eran grandes propietarios y las expropiaciones del gobierno de Fidel Castro empezaron atacando primero el gran capital agrario y financiero, tanto nacional como extranjero.
Mis abuelos maternos salieron hacia Roma y los paternos rumbo a Miami con toda la familia, pues quisieron mantener la cohesión familiar. Por eso, después de cuatro meses de estancia en el sur de Florida, se fueron todos a vivir a Nueva York, en donde se instalaron en varios apartamentos porque la familia ya era numerosa.
―¿Logran mantener el mismo nivel de vida económico que tenían en Cuba?
―Mi abuelo Agustín era un hombre muy inteligente, hábil y talentoso. Sabía cómo hacer dinero. Pero la salida de Cuba en las condiciones en que esto ocurrió lo derrumbó física y moralmente. Nunca se recuperó hasta su fallecimiento en Ginebra en 1968.
Como una parte del capital se hallaba fuera de Cuba, mi padre, que era alguien muy trabajador, ordenado y, en general, bastante atípico, trató de proteger y administrar los intereses de la familia. En 1965 mi abuela María Teresa se dio cuenta de que el sitio en donde había más seguridad desde el punto de vista económico no era Estados Unidos, sino Suiza. Entonces intentaron instalarse en el país helvético, pero como les pusieron muchas trabas pusieron en marcha el plan B, que consistió en instalarse en España en un primer tiempo a la espera de poder llegar un día a Ginebra.
Así fue como yo, con cuatro años de edad, mis abuelos, mis padres y toda la tribu llegamos en 1965 a la casa familiar cántabra de Anero, en donde nos quedamos seis meses hasta que mis padres decidieron mudarse con sus hijos a Madrid, a un piso de la calle Bailén. En la capital española estuvimos un tiempo hasta que el abogado a cargo de nuestras gestiones para emigrar a Suiza nos consiguió, ese mismo, año la autorización.
―Supongo que cursaste entonces toda tu escolaridad en Suiza…
―Allí viví hasta los 19 años. Estudié en el Instituto Florimont, en Lancy, cerca de Ginebra, en donde terminé el bachillerato. En ese colegio católico y mixto, fundado en 1905, cursé toda mi enseñanza en francés. Mi padre hizo todo lo posible por que avanzáramos en la vida sin mirar hacia atrás. No había lugar para la nostalgia ni para las lamentaciones de lo que había sido la vida anterior en Cuba, aunque no por eso dejaba de evocar anécdotas divertidas y cosas por el estilo que habían ocurrido en la Isla.
Tal vez por el deseo de mi padre de que nos integráramos a nuestra nueva vida me sentí enseguida suizo. Y tanto, que en cuanto terminé mi bachillerato, quise hacer el servicio militar y, al cabo de los dos años de instrucción en este ámbito, obtuve el grado de teniente de tropas mecanizadas. Un servicio militar que realicé completamente en alemán y con el rigor suizo germánico.

―¿Y luego?
―Luego, en 1979, postulé para la Universidad de Yale, en Estados Unidos, en donde me gradué de Historia después de cursar tres años de estudios. Al cabo de este tiempo me aceptó la Universidad de Stanford y me mudé a California a estudiar MBA (Business Administration). Obtuve el título en 1985 y entré en la vida profesional que es, en realidad, la parte más monótona y también la más estable de mi vida. Entonces trabajé en empresas como Boston Consulting Group, Amena, Vodafone, y Seeliger y Conde.
―¿Visitaste alguna vez Cuba?
―No solo la visité, sino que viví cuatro años en La Habana. Regresé por primera vez en 1994 y con mi hermano Pablo alquilé una casita en Miramar. En ese momento el Gobierno cubano había decretado una nueva ley para atraer inversiones extranjeras y todo parecía indicar que estaban dispuestos a liberalizar finalmente la economía del país y a pasar a otra cosa. Analizamos la situación de hacer algún tipo de negocio en el ramo de la distribución y el comercio y, tal vez ingenuamente, creímos que una liberalización de este tipo solo podría conducir a la democracia.
En realidad, nada de esto sucedió. En 1997 terminó aquella ilusión porque las relaciones con Estados Unidos se tensaron y ya el Congreso norteamericano había votado en 1996 la ley Helms-Burton tras el derribo, el 24 de febrero de 1996, de dos de las tres avionetas de Hermanos al Rescate, una organización de exiliados cubanos que, desde Miami, rescataba a los cubanos balseros que trataban de llegar por mar, en condiciones muy precarias, a las costas norteamericanas.

―¿Te sirvió de algo la experiencia cubana?
―Me sirvió para conocer un país que, por supuesto, nada que ver con el de mis padres y abuelos, y del que desconocía todo. Descubrí algo extraordinario en el sentido técnico de la palabra. Entendí cómo es posible que en un sistema como el de Cuba todo se llevara a cabo por el capricho de una sola persona, sin orden previa, sin razón.
A cada rato me decía: “Esta es mi tierra, la de mis ancestros, en donde nos robaron todo, esto nunca podrá ser de nuevo lo que fue, ¿qué hago yo aquí?”.
En Cuba descubrí lo que era vivir en un lugar sin ruido de autos (en todo caso en Miramar que era donde residía), un sitio en donde la publicidad no existía y en donde todo el mundo era amable porque todos querían obtener algo de ti. Sabía pertinentemente que, incluso con poco dinero, cualquier extranjero que se instalaba en la Isla podía sentirse millonario porque su estatus estaba por encima del de toda la población.
También descubrí la extraña relación que tiene un cubano de la Isla con la responsabilidad personal. En una ocasión al chofer que teníamos le robaron todo el material que guardábamos en el maletero del carro. Yo estaba enfurecido por el poco cuidado que tuvo, pero él no entendía en qué radicaba su error porque no se sentía responsable del robo ya que no había sido él quien lo había cometido. Ese tipo de experiencias hay que vivirlas para llegar a entender la mentalidad de la gente.
Otra anécdota fue cuando nos tocó a la puerta de la casa una persona que parecía físicamente estropeada. Me contó todas las enfermedades que padecía y la imposibilidad de adquirir medicamentos. Era todo tan dramático que salí corriendo a la farmacia de la clínica en donde nací, la de Miramar, entonces llamada Cira García y destinada ya al uso exclusivo de los extranjeros, y le compré no sé cuántas medicinas con la única intención de ayudarlo. Cuando al cabo de unos días le conté mi experiencia a alguien del mismo barrio este me dijo: “Caíste en la trampa. Hace lo mismo en todas las casas donde cree que pueden ayudarlo y, después que obtiene las medicinas, las revende”.
También aprendí otras cosas estupendas. Descubrí la música auténtica del país, me di gusto viendo paisajes inolvidables como las estribaciones de la Sierra Maestra, el valle del Yumurí o el de Viñales y, pude entender también la gran riqueza arquitectónica y artística del país.

―Riquezas artísticas que ya habían motivado a Eutimio Falla Bonet, tu tío abuelo…
―A quien llamábamos “Tito” y que vivió con nosotros en la casa de Anero cuando llegamos a España en 1965. En efecto, el tío Eutimio había sido un gran filántropo. Junto con mi abuela María Teresa ayudó a que se terminara de construir el Oncológico adjunto al Hospital Curie y donó mucho dinero a la clínica de tratamiento del cáncer Dolores Bonet, de Santa Clara, ciudad donde también sufragó los gastos para la construcción del colegio salesiano Rosa Pérez Velazco en 1957.
Fue él quien costeó la Escuela de Artes y Oficios de Santa Clara, la restauración de la iglesia y el altar de Bejucal, la del Carmen en Santa Clara, así como la iglesia mayor de Remedios y sus 13 altares. También quiso, junto a Josefina Tarafa Govín, restaurar la Catedral de La Habana, pero el cardenal Arteaga se opuso. Falleció en el exilio, en el hotel Palace de Madrid, el 23 de noviembre de 1965.

―¿A qué te dedicaste después de la aventura cubana?
―Trabajé hasta que me jubilé en 2017. Cuando abandoné la idea de hacer un negocio en Cuba, me casé en 1996 con mi esposa española, con quien he tenido dos hijas. Una vez retirado decidí retomar mis tres grandes pasiones: la historia, la literatura y la pedagogía. Empecé entonces una carrera de académico y a impartir cursos en el Instituto Francesco Petrarca de Madrid en el que hace ocho años enseño temas de historia y literatura con especialización en la poesía simbolista y el contexto que la acompaña. Ahora mismo imparto un curso que comenzó el 2 de abril y se extiende hasta el 11 de junio sobre el Romanticismo y la posterior reacción antirromántica. También imparto cursos en el Instituto de Empresa (IE) y en la Universidad Europea, en Madrid ambos.
Hoy vivo entre Madrid y Anero. En este pueblo cántabro terminé comprando la casona de indianos que encargó mi bisabuelo en 1920 al arquitecto Eugenio Fernández Quintanilla. Por sí sola representa la única prueba material de todo lo que Laureano Falla forjó con su propio esfuerzo e ingenio, de toda la riqueza que Cuba podía generar. En ella quedan resumidas la hazaña cubana de aquel emigrante cántabro y la prosperidad que podía ofrecer la Isla. Tal vez por eso me empeñé en conservarla y en mantenerla.