Cuando acabe la dictadura, Cuba no será como Haití 

Cuando acabe la dictadura, Cuba no será como Haití 

  • Cuba
  • octubre 16, 2025
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Si cae el comunismo, Cuba no será ni remotamente el Haití que nos vaticina Pablo Iglesias, ese zoquete de la más rancia zurdería hispana.

LA HABANA, Cuba. – Estoy convencido ―lo he dicho muchas veces― de que, cuando termine la dictadura, la recomposición psíquico-social y ética de la población cubana será más difícil y llevará mucho más tiempo que la recuperación material del país.

No se puede esperar milagros con este material humano. En menos de ocho años ha emigrado más de un millón y medio de cubanos, principalmente jóvenes. A ello se suma el descenso de la natalidad. Así, va quedando una población cada vez más envejecida, que no porque viva más años, lo hace en mejores condiciones, sino todo lo contrario.

La generación de relevo sufre una seria crisis de valores éticos. Y no es para menos. Piense solo en cómo ha sido la vida de las personas que hoy tienen menos de 40 años, las que nacieron o pasaron su niñez y adolescencia en la década de 1990, durante el llamado Período Especial

Sus primeros años de vida discurrieron entre las colas para conseguir comida, los apagones de muchas horas, las guaguas que no pasaban, los trabajadoras sexuales de ambos géneros que buscaban un “yuma” que los sacara del país y la gente que se lanzaba al mar en cualquier artefacto que flotara.

Muchos vieron a sus padres dejar sus trabajos porque lo que les pagaban no alcanzaba ni para mal comer, y buscar otro empleo donde hubiera “búsqueda”, ese piadoso eufemismo para designar  el robo al Estado. Y mientras buscaban la forma de mantener a su familia a como diera lugar, evadían al jefe de sector y a los chivatos del CDR, jugaban números en la bolita, maldecían su suerte y buscaban refugio en santos que no los escuchaban y en el alcohol que poco a poco los iba matando.

Algunos tuvieron que virar la cara cuando vieron prostituirse a sus madres o hermanos y hermanas. Comprendieron lo adecuado de no preguntar jamás de dónde salía lo que había en la mesa y el jean, el par tenis o la walkman que les regalaban en sus cumpleaños, porque es muy duro aceptar que hubo que jinetear para sobrevivir.

Pero putear dejó de ser eso para convertirse en “luchar”, que también podía ser sinónimo de carterear, estafar en el juego de las chapitas o vender marihuana. Y así muchos, convertidos en sinvergüenzas todo terreno, se ahorraron los complejos de todo tipo y los remordimientos. 

Esas historias deprimentes se repetían entre los menos afortunados, que eran la mayoría. Los hijos de la elite sufrían menos experiencias desagradables. A ellos llegaban, si acaso, solo las anécdotas de sus compañeritos de la escuela, a los que veían con los zapatos rotos o merendando, a la hora del receso, pan con aceite (si había aceite) y agua con azúcar.  

Como vivían rodeados de varias morales, los muchachos decidieron finalmente hacer lo mismo que sus papás y sus mamás: vivir sin ninguna moral. Así, aprendieron temprano a simular y perder los escrúpulos. No tuvieron otra opción que sumarse al “sálvese el que pueda” y el despelote nacional. 

Fue natural hacer lo que observaron desde la infancia. Pero lo hicieron sin las limitaciones que frenaban a sus padres, que tanto teque tuvieron que escuchar y tantas apariencias que guardar. A los jóvenes de hoy, cínicos y descreídos como son, no se les puede venir con teques: les repugnan, les resbalan…

La nueva generación es cada vez más diversa y compleja. Una parte de ella es instruida y calificada. La otra vive al borde de la marginalidad o está de cabeza metida en ella. Pero todos tienen mayores expectativas que sus mayores y reclaman nuevos derechos ―libertades públicas, trabajos mejor remunerados, más calidad de vida, más comunicación con el mundo― que el régimen es incapaz de concederles porque iría contra su propia supervivencia.

Para cumplir esas expectativas, los de más preparación y los listillos que creen tenerla, si no emigran, se buscan amantes extranjeros, un empleo en una empresa de capital mixto o en el turismo, un trabajo por cuenta propia, un pariente en el exterior que los mantenga con sus remesas. Si tienen talento para el arte ―un poco, solo un poco, ya no es necesario tener mucho talento en estos tiempos― pintan un cuadro o graban un disco de reguetón repartero, siempre con la vista fija en el billete y evitando chocar de frente con el régimen, porque le temen más a los segurosos que a los tiburones del estrecho de Florida.

Esos hijos, nietos y bisnietos de la revolución de Fidel Castro protagonizarán la transformación post-totalitaria de la sociedad cubana. De hecho, ya lo vienen haciendo desde hace años. Pero del modo que lo hacen, de acuerdo a sus experiencias y las de sus mayores ―casi todas negativas, viciadas, distantes del civismo― los augurios para los primeros años después del fin de la dictadura no son los mejores. Habrá problemas, inestabilidad, decepciones. Pero, si cae el comunismo, Cuba no será ni remotamente el Haití que nos vaticina Pablo Iglesias, ese zoquete de la más rancia zurdería hispana que pretende saber más de los problemas de Cuba que los propios cubanos.

Probablemente, demoremos varios años, tal vez décadas, aprendiendo, a fuerza de tropezones, a construir, en democracia, el país decente, inclusivo y mejor que queremos y nos merecemos. Pero seguro que lo conseguiremos.

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