Tras cinco años de la cuarentena por la pandemia, ¿salimos mejores?

Tras cinco años de la cuarentena por la pandemia, ¿salimos mejores?

Hace cinco años planeaba viajar a Europa; visitar España, Francia e Italia, conocer lo que para muchos no tiene olvido —el viejo mundo y su arquitectura, los quesos parisinos, las pastas y los gelatos—. En China había aparecido una enfermedad, una gripa feroz, pero parecía una peste porcina más, otra gripa aviar, un H1N1 sin mucho diente, nada de mucho cuidado. De repente el virus empezó a expandirse como el mal olor en un avión. De las costas chinas pasó al Mediterráneo y en cuestión de semanas el mundo entero parecía aterrado, con los pies al borde de un abismo desconocido. Todos tuvimos esperanza —al menos en Colombia— hasta que el 25 de marzo de 2020 el presidente Iván Duque declaró la cuarentena. Éramos muy inocentes, pensábamos que sería cuestión de unas semanas.

Todos tenemos el recuerdo: las bolsas del mercado desinfectadas, las frutas pasadas por el Axión y el Fabuloso, las superficies repletas de límpido y vinagre blanco; la ropa completa en la lavadora después de una aventura casi de safari por la tienda; las duchas interminables con jabón y estropajo. Nunca el miedo estuvo tan cerca. Fue el 11 de marzo, en realidad, cuando todo empezó, ese día el entonces jefe de la Organización Mundial de la Salud, Tedros Adhanom Ghebreyesus, dijo: “Hemos considerado que el Covid-19 puede ser calificado de pandemia”.

Pandemia. Nunca habíamos escuchado esa palabra que nos devolvía a la peste negra, a máscaras con pico de pajarraco prehistórico y siniestralidad de BDSM. Las calles se convirtieron de repente en una oda al espanto y todos esperábamos la muerte del terror: la muerte de la asfixia. El teletrabajo, hoy tan normal, se volvió una carga pesada: reuniones virtuales interminables a las que se asistía en sudadera y pantaloneta, en pijama o en ropa interior; la casa, lugar de descanso y regocijo, fue entonces una cárcel y la pesadilla de muchos —adictos, workaholics, adúlteros, deportistas, claustrofóbicos—. Había que trabajar, conversar, cocinar, entretenerse en esos metros cuadrados, que para pocos podían ser muchos y para la mayoría apenas un recinto acotado: con dos pasos del cuarto a la sala, con otros dos de la sala a la cocina. Lo más difícil era mantener la cordura.

Quizá lo más insoportable fue ver a quienes en redes sociales trataron de encontrarle un sentido a toda esa miseria. “Saldremos mejores”. “No seremos los mismos”. “El mundo nos pide cambiar”. Dios mío. Dios mío. Dios mío. Aparecieron ballenas en las playas cercanas a Nueva York, venados corriendo por las calles de Barcelona y hasta cervatillos de algún tipo tan cerquita de Cedritos, en Bogotá.

Los periodistas registrábamos noticias como delirantes, teníamos los ojos en Europa esperando el reporte de los muertos —ya los ataúdes escaseaban y las morgues no retenían los cadáveres— y en la esperanza remota de una vacuna. Registramos cosas como esta: el 30 de enero, la OMS había declarado su más alto nivel de alerta frente al nuevo coronavirus detectado en China a mediados de diciembre de 2019, dos meses después no era solo China, era el mundo entero.

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El miércoles 11 de marzo, muchos periodistas se agolparon en torno a las mesas en forma de U en una pequeña sala en las entrañas de la imponente sede de la OMS en las alturas de Ginebra, no lejos de la frontera francesa. La conferencia de prensa, prevista para las 5 de la tarde, hora local, pudo ser seguida en las redes sociales, por teléfono y por Zoom. Frente a los periodistas, Tedros, a su derecha Mike Ryan, encargado de urgencias en la OMS, y a la izquierda la directora general, Maria Van Kerkhove, encargada del expediente del Covid-19. Esta científica desconocida del gran público encarnó desde entonces la lucha contra la pandemia.

El jefe de la OMS sacó dos bolígrafos de su saco, ajustó sus gafas y leyó su declaración: “Estamos profundamente preocupados tanto por los niveles alarmantes de propagación y de gravedad, así como por los niveles alarmantes de inacción” en el mundo, dijo. Y entonces declaró: “Hemos considerado que el Covid-19 puede ser calificado de pandemia”. En ese momento, menos de 4.300 personas habían muerto en el mundo, según cifras oficiales.

Cinco años más tarde los muertos se cuentan por millones, pero a mediados de marzo de ese año todavía no habían empezado los confinamientos, los hospitales no estaban desbordados y el hundimiento de la economía no se avizoraba.

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“La palabra ‘pandemia’ cambió la situación”, recuerda John Zarocostas, periodista que cubre para la AFP las agencias y ONG internacionales desde hace más de 30 años. “Tengo la impresión de que tenían que hacerlo” porque no lograban la reacción esperada de los Estados miembros desde el desencadenamiento de la USPPI.

Para este veterano de las relaciones internacionales, “eso modificó la dinámica en términos de reacción de los gobiernos nacionales: todos empezaron a actuar”.

Un retardo que frustró a la OMS. “El mundo está obsesionado por la palabra pandemia”, dijo Mike Ryan, para quien la advertencia de enero era más importante.

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¿Puede repetirse una catástrofe similar? Para la OMS, la próxima pandemia solo es cuestión de tiempo. En diciembre de 2021, los Estados miembros de la organización, conscientes de las graves fallas frente al Covid-19, comenzaron a trabajar en torno a un acuerdo internacional y obligatorio sobre la prevención y la preparación a las pandemias, para tratar de evitar que vuelvan a repetirse los mismos errores.

Las negociaciones son difíciles y una última sesión de negociaciones está aun prevista del 7 al 11 de abril, para finalizar el proyecto a tiempo para la asamblea anual de la OMS en mayo.

En espera, los países miembros lograron desempolvar el reglamento sanitario internacional. Y a partir de septiembre de este daño, el jefe de la OMS podrá declarar una “urgencia pandémica”.

En los cinco años transcurridos desde marzo de 2020, la OMS declaró la USPPI en dos ocasiones, ambas por epidemias de mpox.

El jefe de la OMS advierte regularmente a los países que no repitan el ciclo de negligencia seguido de pánico que caracterizó la pandemia de Covid-19.

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Empezamos a salir a la calle de nuevo en agosto de 2020. Eran unas salidas tímidas y rápidas. Recuerdo que los políticos —alcaldes, gobernadores—, se aventuraban a decir que el tapabocas nos acompañaría durante años, que de verdad no seríamos los mismos. Se equivocaron. El tapabocas vino y se fue durante todo 2021 y comprobamos que no solo podíamos ser los mismos, podíamos ser más contumaces. Desde entonces estallaron dos guerras en el mundo: la de Rusia contra Ucrania y la de Israel contra Hamás.

Hasta el ultramillonario Bill Gates ha dicho que viene otra pandemia, que es cuestión de tiempo y que posiblemente volverá a ser respiratoria. Pero de todo esto lo que me llama la atención es la capacidad que tenemos para creer que podemos ser otros, que podemos ser mejores. La semana pasada, Europa Press publicó un artículo que empezaba así:

“Sostiene David Sainz, guionista y director de cine, autor de una serie apocalíptica que se ha estrenado hace poco en Prime Video, ‘En fin’, que fue escrita antes de la pandemia, pero que ya deslizaba situaciones que luego pasaron con el Covid-19, que la frase acuñada de ‘saldremos mejores fue la gran mentira que se nos contó: claramente la sociedad fue a peor’. Se cumplen cinco años del inicio del confinamiento tras aparecer el virus letal en Wuhan (China) que, según datos de la OMS, provocó más de 777 millones de contagios y la muerte de más de siete millones de personas y, ciertamente, lejos de encontrarnos en un mundo mejor, parece más bien lo contrario”.

La mayoría sienten temor de solo pensar en un encierro total, como el de la cuarentena; miles aseguran que se trató de un abuso por parte de los gobiernos del mundo y de la OMS —fue uno de los comentarios que hizo Donald Trump como candidato a la presidencia de los Estados Unidos—, pero ya nadie piensa en la frase de ser mejores.

En 2023, la ONU publicó un estudio en el que alertaba de que las enfermedades mentales habían explotado tras la pandemia, decía: “La situación de la salud mental en todo el planeta es extremadamente preocupante. Antes de la pandemia, casi mil millones de personas ya sufrían algún trastorno mental diagnosticable, el 82 % de las cuales vivían en países de renta baja y media, y las personas con trastornos mentales graves morían entre diez y veinte años antes que la población general. Desde entonces, la pandemia del Covid-19 ha afectado a la salud y bienestar mental de muchas más personas, tanto las que ya padecían estos problemas como las que no, acentuando las deficiencias de los sistemas sanitarios y las desigualdades socioeconómicas. Se calcula que la pandemia ha incrementado entre un 25 % y un 27 % la prevalencia de la depresión y la ansiedad a escala mundial”.

Pese a todas las alertas de la ONU y la OMS, no hay políticas públicas conocidas en el mundo alrededor del cuidado de la salud física y mental después del Covid. Un estudio divulgado por Mayo Clinic alertaba hace pocas semanas que existen más de 200 síntomas del coronavirus prolongado, es decir, muchos los están viviendo todavía. Decís: “Los síntomas pueden permanecer iguales con el tiempo, empeorar, o ir y volver. Entre los síntomas comunes de la COVID prolongada se encuentran: Cansancio extremo, especialmente después de realizar cualquier actividad. Problemas de memoria, a menudo denominados bruma mental. Sensación de mareos o aturdimiento. Problemas con el gusto o el olfato. Problemas de sueño. Falta de aire. Tos. Dolor de cabeza. Latidos cardíacos rápidos o irregulares. Problemas digestivos como diarrea, estreñimiento o distensión del estómago”.

Dicen los expertos que aún nos tardaremos mucho en saber cuáles fueron las verdaderas consecuencias que nos dejó el coronavirus. Sabemos varias cosas: que no salimos mejores, que si aprendimos algo lo olvidamos y que los planes que teníamos en 2020 —como viajar a Europa— se perdieron para siempre.

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