La indiscutible huella norteamericana en la identidad cubana

La indiscutible huella norteamericana en la identidad cubana

  • Cuba
  • septiembre 18, 2025
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Ignorar la huella de Estados Unidos es amputar una parte fundamental de nuestra memoria. Cuba y EE.UU. han compartido lazos intensos desde mucho antes de 1959, lazos que aún persisten pese a los esfuerzos por silenciarlos.

Imagina a un humorista cubano en los años 80, Enrique Arredondo —conocido como Bernabé—, bromeando en televisión: “Si te portas mal, te pongo los muñequitos rusos”. Risa general en el estudio, pero sanción inmediata: meses fuera del aire por un chiste que tocaba una verdad incómoda. Lo que Bernabé insinuaba era lo que todos sabían en silencio: los cubanos preferían los dibujos animados estadounidenses, llenos de color y dinamismo, a los grises y propagandísticos que venían de la Unión Soviética. No era una simple anécdota, sino un reflejo de cómo la influencia cultural de Estados Unidos se filtraba en la isla pese a los intentos de negarla.

La narrativa oficial insiste en reducir la identidad cubana a la mezcla hispano-africana. Y, sin duda, esa raíz nos define en lo más íntimo. Pero ignorar la huella de Estados Unidos es amputar una parte fundamental de nuestra memoria. Cuba y EE.UU. han compartido lazos intensos desde mucho antes de 1959, lazos que aún persisten pese a los esfuerzos por silenciarlos.

A diferencia de otros países de América Latina, donde la raíz indígena sobrevive con fuerza y define tanto el rostro como la memoria de sus pueblos, en Cuba los taínos fueron prácticamente exterminados. Lo que quedó fue una isla construida sobre oleadas de inmigraciones: españoles, africanos, chinos, árabes, judíos… y, de manera poderosa aunque a menudo negada, estadounidenses. En este sentido, Cuba se parece más a Estados Unidos que a México o a Perú: ambas son sociedades jóvenes, forjadas en la mezcla y en la creatividad, con una historia corta pero intensa. Ironía de la historia: mientras el discurso político insiste en pintar a EE.UU. como “enemigo”, en esencia compartimos la misma raíz migratoria.

En la música, la afinidad es evidente. En las décadas de 1930 a 1950, el jazz norteamericano entró por los puertos y clubes habaneros, y músicos como Armando Romeu o Chico O’Farrill mezclaron sus códigos con ritmos afrocubanos, dando origen al latin jazz. Nueva York y La Habana eran entonces ciudades gemelas en lo sonoro. Lo paradójico es que, aunque los conservatorios cubanos insisten en la enseñanza de la música clásica, el prestigio real de un egresado se mide en su dominio del jazz, un género nacido en Estados Unidos. Incluso la Nueva Trova absorbió influencias norteamericanas: Silvio Rodríguez y Pablo Milanés bebieron de la canción de autor de Dylan o Joan Baez. Y en los 90, cuando el “boom de la salsa” parecía arrasarlo todo, más de un centenar de bandas de rock irrumpieron en la escena cubana inspiradas directamente en el rock estadounidense. La música revela que, aunque la política intente dividir, los pueblos se reconocen en los sonidos que comparten.

La arquitectura de La Habana también habla ese lenguaje. El Vedado, Miramar, Centro Habana y el Cerro son barrios donde se reconoce la impronta del art déco y del racionalismo importados de Estados Unidos. El Capitolio Nacional, inaugurado en 1929, es casi un espejo del de Washington, más grande pero inspirado en la misma idea de democracia. Hoteles como el Nacional o el Riviera evocan el Miami de los 50, y curiosamente, esos edificios —antes símbolos de modernidad “imperialista”— son hoy emblemas turísticos que el propio gobierno promueve sin reconocer abiertamente su origen.

A esa influencia arquitectónica se suma la urbanización misma. Desde los años 30, el diseño de los barrios comenzó a imitar el canon norteamericano: cuadras rectangulares, manzanas ordenadas, avenidas amplias y hasta autopistas como la Carretera Central, trazadas bajo criterios de modernidad importados del norte. Ese urbanismo no solo cambió la manera de habitar las ciudades, sino que preparó el escenario para la cultura del automóvil.

Por eso, los autos estadounidenses de los años 40 y 50 —Chevrolet, Ford, Cadillac— no son un accidente en la historia cubana: circulaban en barrios diseñados a su medida, en calles y carreteras que replicaban el estilo de vida norteamericano. Hoy esas mismas calles son un museo viviente de aquel vínculo interrumpido, donde arquitectura, urbanismo y automóviles narran juntos la intensidad de esa relación.

Algo similar ocurre en la historia política. La independencia de 1898 no puede entenderse sin la intervención estadounidense, que puso fin al dominio español y abrió un periodo de tutela bajo la Enmienda Platt. Con todo, esa relación también permitió la modernización del país. La Constitución de 1940, la más democrática de la historia cubana, tomó como referencia modelos norteamericanos: separación de poderes, limitación de mandatos, derechos sociales y civiles avanzados como la jornada de ocho horas, el voto femenino o la igualdad racial. Derogada en 1959, sigue siendo hoy un recordatorio de que la libertad no era ajena ni importada: era un derecho ganado, y profundamente cubano.

El deporte nacional cubano es otra muestra de esta afinidad. El béisbol nació en Estados Unidos y se convirtió en una pasión cubana. Peloteros de la isla han llegado a las Grandes Ligas, inspirando a nuevas generaciones pese a ser estigmatizados como “desertores”. El béisbol, más que un simple juego, es un puente imposible de romper.

La emigración también cuenta esta historia. Miami es, en muchos sentidos, una segunda Habana. El exilio eligió Estados Unidos no solo por proximidad geográfica, sino porque allí encontró afinidad cultural y política. Remesas, costumbres y vínculos familiares mantuvieron un flujo constante que erosionó cualquier intento de aislamiento.

Incluso en el terreno de la raza y la herencia esclavista, los paralelos son claros. Ambos países sufrieron la deshumanización del trabajo forzado y la discriminación posterior a la abolición. En Cuba, el mestizaje diluyó en parte las barreras raciales; en Estados Unidos, la lucha por los derechos civiles transformó la sociedad. Es revelador que en Cuba exista desde 1987 la Fundación Martin Luther King Jr., inspirada en el legado del líder norteamericano.

La vida cotidiana también revela la represión cultural de esa afinidad. En los años 70 y 80, usar jeans o llevar el cabello largo podía ser motivo de sanción bajo la etiqueta de “diversionismo ideológico”. Los jóvenes que seguían tendencias norteamericanas eran ridiculizados como “afeminados” o “escoria”. En las escuelas, se imponía el ruso como lengua de afinidad política, mientras el inglés era buscado por los estudiantes como llave de acceso al mundo. Por eso, el chiste de Bernabé sobre los “muñequitos rusos” resultaba tan ácido: exponía una preferencia popular imposible de ocultar. Hoy aquellas prohibiciones se han desvanecido, y hasta los dirigentes usan jeans y melenas. Pero las cicatrices de esa represión cultural siguen ahí.

Algo parecido ocurre en el terreno religioso. La mayoría de los cubanos se identifican como católicos, pero solo una minoría asiste con regularidad a misa. En contraste, las iglesias protestantes —muchas de tradición estadounidense— crecieron con fuerza durante el Periodo Especial. A diferencia del catolicismo nominal, estas comunidades se caracterizan por su dinamismo: cultos activos, redes de apoyo mutuo y una vida comunitaria vibrante dentro y fuera de los templos. Las “casas culto” que se multiplicaron en los años 90 fueron, para muchos, refugio espiritual y social en medio de la crisis.

Todo esto confirma que Cuba no es solo hispana y africana: también es profundamente americana. Esa raíz se encuentra en nuestra música, en nuestros barrios, en nuestras leyes, en el deporte que amamos, en las iglesias que florecieron en tiempos difíciles y en la diáspora que mantiene vivo el sueño de libertad. Reconocer esta conexión no significa rendirse ante nadie, sino aceptar una herencia que puede inspirar a quienes en la isla siguen esperando un futuro abierto, donde la afinidad cultural con Estados Unidos deje de ser un tabú y se celebre como parte esencial de lo que somos.

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