«Dejé mi carrera europea por hacer algo a favor de Cuba»

«Dejé mi carrera europea por hacer algo a favor de Cuba»

  • Cuba
  • septiembre 11, 2025
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El escritor William Navarrete entrevista a la soprano y locutora cubanoamericana Virginia Alonso.

MIAMI, Estados Unidos. – Muchos de los que vivimos en Cuba en la década de 1980 recordamos la voz cálida de Virginia Alonso, a quien podíamos escuchar gracias a Radio Martí y sus programas musicales dirigidos a la audiencia de la Isla. Han pasado casi cuatro décadas, pero los que oían a escondidas la emisora basada inicialmente en Washington recordarán las radionovelas Esmeralda o Ramona y los personajes de Nananina y Tres Patines, así como muchos más que con la llegada del castrismo fueron eliminados de la radio cubana.

Virginia Alonso había desaparecido de mi universo cuando hace un par de años el escritor Juan Cueto Roig me sugirió que la entrevistara, tal y como había hecho él mismo, de manera más concisa, un tiempo atrás. Esta entrevista estaba a punto de concretarse cuando me enteré de que Virginia acababa de mudarse de Miami a Jacksonville, de modo que el plan de encontrarme con ella quedaba pospuesto para otra oportunidad.

Ahora, que al fin hemos podido fijar cita para ponernos al día y recorrer su fascinante vida de artista internacional, sale finalmente esta entrevista en la que no faltan detalles que hasta los más cercanos a ella desconocen.

―Háblanos de tus orígenes, de tus padres, abuelos e historia familiar.

―Para apasionados por la genealogía como yo, que hemos llegado hasta el siglo XV con más de 6.000 antepasados en nuestros árboles, esta pregunta es un desafío. Pero limitándome a lo inmediato te puedo decir que mi padre, Miguel Ángel Alonso, nació en Marianao, La Habana, aunque vivió desde los cinco años unas tres décadas en Nueva York, donde estudió en Columbia College.  

Sucedió que Rafael Saínz de la Peña Veranés, el abuelo paterno de mi padre, se había ido a vivir a Estados Unidos en 1877, exactamente a Nueva Orleans, en donde se casó con una francesa. Cuando Vicente Martínez Ybor abrió su primera fábrica de tabacos en Tampa, el abuelo de mi padre se mudó para esta ciudad floridana en donde nació, en 1889, su última hija, Consuelo Saínz de la Peña Cornier, que es tampeña, como se le llama a los cubanos nacidos en el exilio del siglo XIX en Tampa. Ella se casó, a su vez, a los 16 años de edad, con Ignacio Haya, un sobrino de uno de los primeros fundadores de fábricas de tabaco cubano en esta localidad. Mi abuela Consuelo se divorció entonces de este hombre porque era alcohólico y muy violento y tiene que desprenderse de sus dos hijos porque, evidentemente, se trataba de una familia muy poderosa. Entonces rehízo su vida al casarse en 1910 con Ramón Alonso Argudín, un cubano radicado en Cayo Hueso, que también había estudiado en Estados Unidos. Como ambos eran de orígenes cubanos decidieron irse a vivir a La Habana, en donde nació mi padre en 1911 y luego dos hijos más. Como mis abuelos viajaban constantemente entre Cuba y Estados Unidos y mi abuela hablaba perfectamente inglés, español y francés, estaban adaptados a la vida norteamericana. Esto tuvo mucho que ver con la decisión de que mi padre se educara en Nueva York.

Por otra parte, mi madre, María Elena Rodríguez Ballester, era habanera, hija de padre español y madre cubana. Su padre, Carmelo Fausto Rodríguez, era madrileño y vino a Cuba a los cinco años de edad. Era barbero y vivía en La Habana Vieja con mi abuela Caridad Ballester. 

Su padre, el periodista y locutor Alonso y Saínz de la Peña
Su padre, el periodista y locutor Alonso y Saínz de la Peña (Foto: Cortesía)

―¿Pero tu padre había regresado ya a Cuba cuando naces tú?

―Antes incluso. Tenía más de 30 años cuando decidió regresar al país en que nació, después de tres décadas de ausencia. En Cuba se hizo periodista de la United Press y fue profesor de periodismo de la Academia Márquez Sterling, además de director de noticias del Canal 12 de la Televisión Cubana. Se casó con mi madre el 15 de enero de 1943. Luego nací yo, la primera hija de la pareja, el 8 de mayo de 1944 en la clínica Marfan, del Vedado, en La Habana. 

Carné del Colegio Nacional de Locutores de Cuba de su padre, Miguel Ángel Alonso
Carné del Colegio Nacional de Locutores de Cuba de su padre, Miguel Ángel Alonso (Foto: Cortesía)

―¿Qué recuerdos tienes de tu infancia en Cuba?

―Todos maravillosos. Como mi padre viajaba con mucha frecuencia. Nos mudamos cuando yo tenía cuatro años para el pueblecito pesquero de Cojímar, camino a las playas del este habanero, donde vivían mis abuelos; pero cuando empezó mi escolaridad volvimos a mudarnos para La Habana, exactamente para La Víbora, en donde me matricularon en el Instituto Edison que estaba en ese barrio. 

Tuve una infancia muy feliz junto con mis dos hermanas: llena de celebraciones, de fiestas en el club náutico de Cojímar, de viajes por toda la Isla porque mi padre quería que sus hijas conociéramos el país en que habíamos nacido. Fue así que pude estar en los valles de Viñales y Yumurí, por ejemplo.

Con su madre, en Cuba, 1949
Con su madre, en Cuba, 1949 (Foto: Cortesía)

―¿Cómo vivieron los acontecimientos políticos de la segunda mitad de la década de 1950? ¿Qué consecuencias tuvo el triunfo del 1° de enero para ustedes?

―Mi padre, como buen periodista, era muy imparcial en todo lo que redactaba y expresaba. Había entrevistado por igual a los presidentes Grau, Prío y Batista, sin intervenir con sus propias opiniones. Esto lo había aprendido de la ética periodística norteamericana de entonces. También solía analizar y comentar en casa, a la hora de comer, la situación política del país.

La razón por la que el 9 de abril de 1960 decidió salir del país con todas nosotras rumbo al exilio se debió a que sabía perfectamente lo que iba a suceder después. En las oficinas de la United Press le habían puesto un censor desde los primeros meses de 1959 y su jefe, Francis McCarthy, que había sido secretario del Departamento de Estado estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial, había vivido la experiencia de la imposición del comunismo en otras partes del mundo y tenía a todos los periodistas sobre aviso.

Recuerdo que en el Instituto Edison la directora del plantel, una tal Ana María Gutiérrez, nos puso a todos los niños a marchar. Mi madre entonces le pidió cita y le dijo que sus hijas no asistían a una escuela para marchar sino para aprender.

Con Tony, Nelson y Rosita Álvarez, amiguitos del barrio en Cojímar. Virginia Alonso es la tercera de izquierda a derecha
Con Tony, Nelson y Rosita Álvarez, amiguitos del barrio en Cojímar. Virginia Alonso es la tercera de izquierda a derecha (Foto: Cortesía)

―Cuéntanos de tu llegada al exilio.

―Llegamos a Miami en 1960, después de que nos tuvieron retenidos en el aeropuerto de Rancho Boyeros, en La Habana, durante nueve horas. En Cuba quedaban mis abuelos maternos, que nunca volví a ver, y a los que, al parecer, les gustaba aquel régimen, como a mis tíos y primos. Llegamos al exilio como casi todos, con una mano alante y otra atrás, pero mi padre era bilingüe y se puso a vender aspiradoras por toda la ciudad y mi madre se fue a trabajar a las tomateras de Homestead. Durante año y medio vivimos en la Calle Ocho de la Pequeña Habana. 

Por suerte, mi padre consiguió trabajo enseguida en la United Press y se incorporó inmediatamente al medio periodístico. Pertenecía al Colegio Nacional de Locutores de Cuba. Además, era un gran radioaficionado. Fue él quien recibió en nuestra casa de Cojímar, el 27 de julio de 1950 y junto a Mario Rodríguez Viera y José A. Martínez, la primera señal de televisión que entró a Cuba transmitida por la WTVJ Channel 4 desde Miami. Y lo hicieron con un aparato de la marca Sparton de 12 pulgadas, un preamplificador Arcon y una antena direccional de 32 varillas de aluminio que facilitaba la sintonización porque era movible. 

El caso es que al año y medio de vivir en Miami mi padre pudo comprar una casita propia en Hialeah. Cuando aquello la casita costaba 11.000 dólares y en mi aula del Miami Jackson School, sito en la calle 36 del NW y la avenida 17, yo era la única cubana junto a un compañero de estudios que había estado conmigo en el Edison de La Habana. El resto de los alumnos eran estadounidenses. Recuerdo que iba en un autobús y, cuando llegaba, el colegio todavía estaba cerrado.

En su época de estudiante en el Miami Jackon High School en 1962 (segunda de izquierda a derecha; era la única cubana del grupo)
En su época de estudiante en el Miami Jackon High School en 1962 (segunda de izquierda a derecha; era la única cubana del grupo) (Foto: Cortesía)

―¿Cómo comienza tu afición por la música, uno de los grandes ámbitos de tu vida profesional?

―Justamente en ese mismo colegio: como no hablaba inglés decidí escoger Coro como asignatura. Curiosamente, aunque mi padre era perfectamente bilingüe, nunca nos puso a aprender inglés desde niñas. El caso fue que en este colegio la profesora, Miss Owen, me oyó cantar y me pidió un solo. Canté Júrame de María Grever y cuando me escuchó me dijo que me quedara para verme al final. Fue ella quien me inscribió en un concurso del estado de Florida que tenía lugar en Daytona Beach. En ese concurso, en el que fui acompañada al piano por la propia Miss Owen, gané el premio de mejor cantante de Florida. La jueza del concurso, una profesora de la Universidad de Tallahassee, me propuso una beca de verano para estudiar música allí. Fue así cómo empezó realmente mi aventura musical hasta el día de hoy.

En aquel campo de verano de Tallahassee la obra que montaron era una opereta británica en la que yo tenía el papel protagónico. Al último día de la representación asistió el director de la escuela de música, quien vino, luego, a verme al camerino y me propuso una beca de estudios de cuatro años con todo incluido en la Florida State University de Tallahassee. 

Como detalle curioso te diré que mi afán de superación era tal que entré hablando un inglés bastante deficiente y que, al final del primer año, fui la única alumna sobresaliente en esta asignatura por delante de todos los estadounidenses.

Su primera actuación en el Miami Jackson High School, en 1962
Su primera actuación en el Miami Jackson High School, en 1962 (Foto: Cortesía)

―Te conviertes entonces en soprano…

―La primera ópera que vi en mi vida fue justamente allí, Sussanah, de Carlisle Floyd, en la que yo participaba en el coro, pues él era profesor de la Universidad. Me encontré entonces con una mezzosoprano que había estudiado en Viena con Bruno Walter y fue ella quien me enseñó a cantar en otras lenguas, y me introdujo en un concurso de la Metropolitan Opera que tenía varias etapas hasta llegar a la gran final. Y resultó que gané el primer premio que consistía en recibir clases de canto, actuación, francés, italiano y alemán en la Metropolitan Opera de Nueva York, todo pagado por la Fundación Rockefeller, que me daba, además, 1.300 dólares para mis gastos. Entonces estuve viviendo en Lexington Avenue entre 1968 y 1970, un año después de graduarme en Tallahassee. 

Durante ese periodo canté mucho en Nueva York. Hice varias óperas y hasta me escogieron para actuar en Broadway. Al mismo tiempo me ofrecieron un contrato para cantar en la Ópera de San Francisco y tenía que escoger entre las dos posibilidades. Fui así como escogí esta última opción y la razón por la que estuve año y medio en esta ciudad de California, en donde interpreté siempre los papeles principales de óperas como The Medium (de Menotti), La Bohème (de Puccini), L’elisir d’amore (de Donizetti), entre otras.

Fue en San Francisco que conocí al barítono español Plácido Domingo, de quien me hice muy amiga, y quien me dijo: “Deberías ir a Viena, ver a mi mánager y cantar para él”. Y le hice caso.

En el papel principal de Tatyana en la ópera 'Eugene Onegin', de Chaikovski
En el papel principal de Tatyana en la ópera ‘Eugene Onegin’, de Chaikovski (Foto: Cortesía)

―Tengo entendido que también tuviste una carrera europea muy prolífica e intensa…

―Me fui una semana a Viena, canté para el mánager de Plácido, quien me envió a audiciones en Suiza, Alemania y Austria. Inmediatamente conseguí dos contratos, uno en Basilea, en el mismo teatro en había debutado Montserrat Caballé, y otro en el teatro de Saarbrücken para cantar, nada más y nada menos que en alemán, L’elisir d’amore y Cosi Fan Tutti.

Pero ocurrió que no me quedé porque en San Francisco había conocido a un italiano del que estaba enamorada y decidí regresar. Con él me casé en Miami y tuvimos dos hijas. También se interrumpió por primera vez mi carrera musical pues él me prohibió cantar y yo, de tonta, obedecí. Por suerte, me divorcié en 1976.

Con Plácido Domingo en ‘El gato montés’, filmado en la capilla de la Plaza de Toros de Sevilla, en 1984 (Foto: Cortesía)
Con Luciano Pavarotti en Nueva Orleans después de una función (Foto: Cortesía)

―¿Y a qué te dedicaste entonces?

―Pues empecé a enseñar canto en el Miami Dade Community College, y estando allí uno de mis alumnos me pidió permiso para ausentarse porque quería asistir a una master class que iba a dar Luciano Pavarotti en la Universidad de Miami. Así fue como este mismo alumno me propuso que lo acompañara. Estando allí, como el director de la ópera me conocía, me propuso presentarme a Pavorotti y, cuando lo tuve delante de mí, le dije: “Maestro, ¿cuándo puedo cantar para usted?”.

Pavarotti me miró ―tal vez le hizo gracia mi espontaneidad― y me respondió: “Venga esta tarde, a las 6:00 p.m., al hotel Four Ambassador”.

Allí se estaba alojando y tenía alquilada una enorme suite en la que estaba recibiendo a muchos cantantes. Cuando llegué vi que era la soprano italiana Mirella Freni la encargada de anotar a las personas que Pavarotti iba a recibir. Me intimidó más el hecho de encontrármela a ella que cantar el aria de La Bohème para Pavarotti. 

Así que canté, él me escuchó y me dijo: “¿Trae algo más?”. Canté entonces Fausto y le dejé mi tarjeta. Al día siguiente, estando en mi casa, oigo a una de mis hijas hablando en italiano por teléfono (recuerda que el padre de mis hijas era italiano). Era Pavarotti que me llamaba para decirme que el viernes siguiente iba a alquilar el Carnegie Hall por dos horas y que quería que le cantara allí a su mánager porque deseaba que interpretara con él La Bohème en Nueva Orleans. 

Así fue como regresé al escenario de la ópera, cantando con Luciano Pavarotti en Nueva Orleans, en 1977.

Con Olga Guillot y Hortensia Coalla en su camerino después de una actuación
Con Olga Guillot y Hortensia Coalla en su camerino después de una actuación (Foto: Cortesía)

―¿Fue así como volviste a Europa?

―No inmediatamente. Resultó que el director de la Ópera de Viena vino a Miami a visitar a amigos comunes que me invitaron. Entonces le comuniqué mi deseo, como soprano, de pasar alguna audición para cantar en la institución que él dirigía. Su respuesta fue: “Uf, hay tantas sopranos en Viena, pero, bueno, si quiere intentarlo…”. El caso fue que, en efecto, poco tiempo después, me presenté, él me oyó y obtuve un contrato de 15.000 dólares semanales durante cuatro años y medio. En ese periodo canté incluso para la televisión austríaca

Me mudé entonces a Viena con mis hijas y allí viví entre 1978 y 1985. Me traje a mis hijas conmigo y, hasta a mi madre que, por suerte, me las cuidaba.

―¿Y no volviste a trabajar con Plácido Domingo?

―¡Sí, justamente! Estando en Viena me encontré con él y me dijo que estaba haciendo un programa para el que quería grabar la zarzuela El gato montés, de Manuel Panella, y me propuso hacer el dueto de esta zarzuela con él. Grabamos en la Plaza de Toros de Sevilla y este programa resultó ganador de un premio Emmy al mejor programa de música clásica del año.

Así fue como me dijo que también quería hacer el mismo programa en Miami y me invitó otra vez a cantar con él en 1984 en el James L. Knight Center. Lo hicimos con un éxito rotundo ante un auditorio de unas 9.000 personas. Pero, como sucede muchas veces en la vida, una cosa lleva a otra porque a ese concierto asistió un viejo amigo de mi padre desde la época de vida en Cuba, Humberto Medrano, fundador de Prensa Libre, quien me dijo que iba a comenzar a trabajar en Washington para una nueva emisora de transmisiones para Cuba que comenzaría en ese momento, es decir, para Radio Martí. Medrano, quien estaba al cargo de reclutar a los locutores, me invitó a unirme al equipo. Yo no sabía muy bien qué hacer.

―Así fue como te escuché por primera vez, desde La Habana, a través de tus programas en Radio Martí. Quiere decir que aceptaste y dejaste Europa por segunda vez…

―Lo primero que hice fue comentarle a mi padre para ver qué pensaba. Su respuesta fue: “Acepta porque creo que es lo único que puedes hacer por Cuba”. De más está decir que dejé Viena, me instalé en Washington y empecé con Radio Martí desde sus albores, en 1985. Me ofrecieron hacer programas de música clásica y, finalmente, llegué a ocupar el puesto de directora del Departamento de Música. Puedo decir que dejé mi carrera europea por hacer algo a favor de Cuba.

Empecé con un programa junto a Miguel Ángel Herrera que se llamaba “Dos a las dos”. Y tiempo después conducía otro llamado “Sonido joven”. Entonces escogía temas de música pop y disco del momento para que la juventud en Cuba pudiera oírlos y hacía todo un estudio musicológico de cada uno de los hits. 

Cuando comienza a trabajar en Radio Martí, entonces en Washington, en 1986
Cuando comienza a trabajar en Radio Martí, entonces en Washington, en 1986 (Foto: Cortesía)

―¿Fue así como volviste a Miami?

―Entretanto, había conocido a Bruno Eduardo Tokarz, quien era locutor y productor de Radio Martí. Fue lo mejor que pudo pasarme en la vida porque comparte todos mis valores y, desde que me casé con él, en 1991, ha sido un pilar en mi vida. Polaco de origen, nacido en Uruguay, anticomunista como yo, amante del arte, gran conocedor de la música clásica, historiador y geólogo, qué sé yo, todo a lo que yo aspiraba y me dije: “A este hombre no lo dejo escapar”. Fue el quien me alentó a reanudar la ópera, y a presentarme en una audición, en 1994, en el Kennedy Center. Fui aceptada, obtuve varios contratos para temporadas en el Kennedy y con la Washington National Opera. Dejé Radio Martí, pero Bruno siguió trabajando en la emisora, y como esta fue trasladada a Miami en 1999, entonces regresé a la ciudad.

Durante este periodo retomé el repertorio cubano e interpreté muchísimas veces Cecilia Valdés, Rosa la China, Los claveles y muchas zarzuelas más del repertorio de la Isla. Me aprendí todas las canciones de Caturla, Joaquín Nin, las de Eduardo Sánchez de Fuentes, y muchísimas más del repertorio popular cubano. Canté La viuda alegre. Todo eso no hubiera sido posible si no hubiera vivido en Miami hasta que hace dos años retiraron a mi esposo de Radio Martí y hemos encontrado nuestro nuevo hogar en Jacksonville. 

Con sus dos hijas, Natalia y Raquel, en Viena (Foto: Cortesía)
En Miami, en 2011, graduada en Masters de Science of Education en Nova Southeastern University, con su esposo Tokarz (Foto: Cortesía)

―¿La vena artística se ha mantenido en tu descendencia?

―¡Y de qué manera! Raquel, mi hija mayor, es enfermera postraumática, soprano profesional y además corista de la ópera en Alemania, en donde vive con Andreas, su esposo alemán, que es tenor. Sus dos hijas, Isabel y Karolina, también son artistas, estudian piano y violín y dan conciertos. Natalia, mi otra hija, es profesora de arte en la academia Corcoran de Washington, pero también cantante pop y guitarrista. Su hijo es pintor. En la familia, finalmente, todo el mundo es artista. 

Por mi parte, además de mi vieja pasión por la genealogía, que comenzó cuando heredé viviendo en San Francisco mucha información de la familia Ballester, que poseía una hermana de mi abuela que vivía en Los Ángeles, también pinto y me encanta el diseño de interiores. 

―¿Y has intentado volver alguna vez a Cuba?

―Ni lo he intentado ni pienso hacerlo. No me interesa visitar un país bajo una dictadura y jamás pondré los pies en la Isla en que nací mientras no haya en esta un gobierno democrático.

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