
Cuba: en apagón pero obedientes
- Cuba
- agosto 21, 2025
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Los apagones marcan el ritmo de nuestras vidas y cuando “se va la luz” al parecer se nos enciende a casi todos esa capacidad de obedecer, como igual nuestra incapacidad para romper la inercia y despojarnos del temor a protestar.
LA HABANA.- ¡Qué bien nos estamos portando! Sudados, sofocados, hambrientos, angustiados pero “tranquilos”. Nos levantamos en las mañanas y nos acostamos en las noches ya ni siquiera preguntándonos qué vamos a comer (a ese otro misterio ya nos acostumbramos hace tiempo) sino a qué hora quitarán la luz (en el caso de La Habana), o cuándo la pondrán (en esos lugares, fuera de la capital, donde los apagones duran más de 20 horas).
Encendemos los datos y, antes que nada, revisamos la programación diaria de interrupciones, escuchamos con suerte y con atención al de la Unión Eléctrica dando el parte sobre averías y mantenimientos, sobre demanda y generación, y acomodamos nuestra existencia a la muerte lenta y simultánea de dos sistemas, el eléctrico y el político.
Si hay luz, ablandamos chícharo, lavamos la ropa, cargamos el celular o corremos a extraer el poquito efectivo que nos queda o el que nos dejen sacar, o a intentar cobrar lo que no pudimos ayer o antier por “falta de conexión”, por el cajero automático roto o sin billetes, por el acto político que obligó a los del banco a trabajar media jornada, o porque entró el arroz a la bodega y solo es “presencial”, es decir, que no alcanza para todos, solo para los primeros en comprar, pero no te lo dicen así tan feo que suene a un “sálvese el que pueda”, sino que se inventan un nuevo término para disfrazar la misma vieja miseria de siempre.
Si no hay luz, sin pensarlo demasiado (en Cuba, pensar es otro de tantos derechos que asumimos como lujo) compramos el saco de carbón a 1500 pesos (poco más de un cuarto del salario mensual de un ingeniero), o la balita de gas en 15 mil. Y si no podemos ni lo uno ni lo otro, y el hambre no conseguimos aliviarla, pues con 100 o 150 pesos —demasiado barato para como está “la cosa”— nos “echamos un papelito”, que nos haga volar la mente a donde no pudo escapar el cuerpo por falta de dinero para emigrar.
Si no hay luz, y además somos conscientes de que la oscuridad, cada vez más intensa, llegó para quedarse, y aún tenemos claro al menos que el “químico” no es una opción, entonces reunimos tres o seis meses para un bombillo recargable, o todo un año para un ventilador (de esos que traen lámpara y panel solar incluidos), y si nos ponemos de suerte, hasta le sacamos, con lloriqueos, al primo o al amigo los dólares para una planta eléctrica o un “Ecoflow”.
Una planta eléctrica, para distinguirnos del resto del barrio que ni siquiera tiene para comprar velas; para simular que la miseria no nos afecta o, simplemente, para prender el televisor a las 8:00 pm y enterarnos cómo será el día de mañana en cuanto apagones, y en cuanto a lluvias. Que si la oscuridad es fea cuando no sopla el viento en las noches (para refrescar y llevarse los mosquitos), es mucho más tenebrosa cuando se anuncia una tormenta y el techo de la casa puede caernos encima.
Los apagones marcan el ritmo de nuestras vidas y cuando “se va la luz” al parecer se nos enciende a casi todos esa capacidad de obedecer, como igual nuestra incapacidad para romper la inercia y despojarnos del temor a protestar.
Cada vez suenan menos las cazuelas aún cuando más arrecian los apagones. Aquellos cacerolazos que antecedieron a las protestas masivas del verano de 2021 al parecer se fueron por travesía a cruzar fronteras o se pasmaron de miedo frente a las salvajes golpizas e injustas condenas que sucedieron tras la criminal “orden de combate”.
No se escuchan las cazuelas aún cuando están más vacías que años y meses atrás y cuando ya no queda nadie más por convencerse —ni siquiera los más tontos— de que los apagones no son una cuestión de “bloqueos” y “enemigos externos” sino de corrupción, de avaricia, de maldad más que de incompetencia, de la pobreza generalizada y el malvivir como métodos de sometimiento de una élite enriquecida a costa nuestra.
Una élite que, habiendo aceptado en secreto el fracaso de la “revolución”, ha decidido callarlo, y se ha construido, para uso exclusivo de ella, un simulacro de país muy diferente a este devastado donde nos damos cabezazos unos contra otros, intentando buscar una salida, cada cual a su modo.
En el país artificial de esa élite, a diferencia del nuestro (que hoy algunos intentan reconstruir en el exilio y en las redes sociales ya que en la realidad está a punto de ser imposible), hay electricidad, hay gasolina para los autos, hay agua potable en abundancia, internet que funciona sin planes ni tarifazos, banquetes, fincas de recreo, playas exclusivas, bienes que heredar y negocios emprendidos y por emprender sin obstáculos ni fiscalizaciones, hay incluso Parlamento, leyes, una Constitución y hasta un Presidente, todos “de mentiritas”, ellos lo saben y nosotros también, pero de mentiras como esas van los apagones y nuestra enfermiza obediencia.
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