
Es hora de lucir la estrella que ilumina y mata
- Cuba
- julio 1, 2025
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La derrota, conquista y sometimiento de los intelectuales fue el acto, el puntillazo que realmente certificó el triunfo de la Revolución.
(Revisitando el discurso Palabras a los intelectuales de Fidel Castro en su 64 aniversario)
A Eduardo Pérez Bengochea, in memoriam
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Como es sabido, un trágico suceso ocurrió por aquellos días de junio del año 1961 en la Biblioteca Nacional de Cuba durante las reuniones de Fidel Castro con lo mejor de la intelectualidad cubana. Y la tragedia consiste (no nos engañemos y reconozcámoslo desde un inicio) en la humillación pública de la elite intelectual y artística del país. Y, lo que es más, en el hecho de haber quedado esta elite como cómplice y responsable (toda vez que debía ser la conciencia crítica de la sociedad, según se dice) del daño psíquico, físico, social, político, económico y moral a que estaría sometido por décadas el individuo y muy particularmente los creadores, tras ser diluidos en eso que el Gran Líder declaró como “lo que más le importa a un revolucionario”, es decir, el Pueblo.
Hoy pesa sobre artistas e intelectuales ese estigma, esa vergüenza originaria, ese acto criminal y fundacional de la Revolución, a saber: el autosacrificio de sus más brillantes hijos. Palabras a los intelectuales, de Fidel Castro, se puede resumir en un simple enunciado: o te sumas o te aplastamos.
“¿Cuáles son los derechos de los escritores y de los artistas, revolucionarios o no revolucionarios? —se pregunta el Líder en un derroche de totalitarismo, y se responde a sí mismo: “Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, ningún derecho.”
Y lo más intelectualmente ofensivo es que el efecto devastador de estas palabras se logró mediante un artilugio tan simple como básico delante de gente realmente talentosa. Podemos desarmarlo en dos pasos. Primeramente, F. Castro se apropia del principio rector del connotado fascista Benito Mussolini que versa: “Todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado”. En un segundo paso, sustituye el Estado por la Revolución. Así, a contrapelo de su propia narrativa, todo lo no-revolucionario quedará estigmatizado como contrarrevolucionario. Ya no se trata siquiera de no tener derechos, sino que transforma automáticamente a intelectuales y artistas que no se sometan al Líder en enemigos de la Revolución y, por extensión, del “Pueblo” (entendido este último como “Volk”, otro engendro totalitario tomado esta vez de Hitler) mientras que sus palabras describían justo lo contrario, a saber: que la figura del no-revolucionario puede llegar a ser noble y perfectamente asimilable (susceptible de conversión) por la Revolución. Claro, en la mente del primer ministro no había ninguna contradicción, puesto que ya él sabía que tal asimilación/conversión sería por las buenas o por las malas.
Daré a continuación una idea panorámica de la estructura del archiconocido discurso de F. Castro. Prácticamente se puede dividir en dos partes. En la primera el entonces primer ministro afirma cosas como esta: “Que no se diga que hay artistas que viven pensando en la posteridad”. En la segunda, en cambio, sostiene: “Señores, ¿no sería mejor pensar en el futuro?”. Volvamos a la primera parte: “Nosotros no estamos haciendo una Revolución para las generaciones venideras. Nosotros estamos haciendo una Revolución con esta generación y por esta generación”. Pero en la segunda parte parece haber olvidado lo que dijo y agrega: “Nosotros seremos los forjadores de esa generación futura. Nosotros seremos los que habremos hecho posible esa generación”. Regresemos a la primera parte. Ahora nos dice Castro: “Trabajamos y creamos para nuestros contemporáneos”. Pero ya en la segunda dice sin el menor pudor: “Estamos creando para el futuro”. Una vez más vayamos de vuelta a la primera parte del discurso: “Nosotros no estamos haciendo una Revolución para la posteridad”. Y remata en la segunda parte concluyendo el discurso: “A lo que hay que temerle no es a ese supuesto juez autoritario, verdugo de la cultura, imaginario, que hemos elaborado aquí (…) teman a las generaciones futuras que serán, al fin y al cabo, las encargadas de decir la última palabra”.
Como se ve, con un discurso de maestro de escuela —y encima contradictorio de cabo a rabo— declarando todo tipo de posible censura y represión fruto de las ensoñaciones de las mentes calenturientas de los creadores e intelectuales, Fidel Castro devaluó y humilló a lo que más valía y brillaba de la cultura cubana. Probablemente, lo más osado que se llegó a decir en aquellas reuniones fue el “tengo miedo”, de Virgilio Piñera.
Los herederos directos de aquella intelectualidad que presenció tal holocausto artístico e intelectual tienen el deber de denunciar y exponer públicamente tanto la maléfica jugada de Fidel Castro como el bochornoso comportamiento de los intelectuales durante aquellas fatídicas reuniones y las décadas de abuso, minimización y sometimiento que estarían por venir. Y, más que nada, estarían en la obligación moral de rescatar a la sociedad cubana como grupos de individuos libremente asociados, poniendo todo el énfasis justamente en el individuo real de carne y sangre, por encima de cualquier generalización abstracta del tipo “Revolución”, “Pueblo”, “Estado” o ideologías cualesquiera que estas sean. Hay que regresar a los valores humanos y al sentido común para poner fin a esa alevosa distorsión de la realidad y de la mente de los cubanos que no pocos consideran ya un daño antropológico.
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¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Cuesta decirlo, pero la obra de artistas, académicos e intelectuales fue el cemento que solidificó a la llamada Revolución, una empresa en que todos —consciente o inconscientemente— se equivocaron, puesto que nunca se trato sino de la Revolución del odio, la miseria, la bajeza, el engaño, el robo, el abuso, la corrupción, la mediocridad y, en general, de los falsos valores. Cuando un artista como Silvio, por ejemplo, le cantaba a las escuelas no le cantaba a las escuelas como tales, sino a las escuelas revolucionarias; no le cantaba a la educación en tanto proceso de formación y liberación del potencial intelectual del individuo, sino al adoctrinamiento y, en definitiva, a la Revolución. De ese modo perpetuaba el dictum totalitario de Palabras a los intelectuales que niños y adolescentes compartíamos y rumiábamos en las instituciones docentes. Y así también funcionaba la sociedad cubana toda. El pensamiento único se instaló en todas las instituciones convertidas ya en revolucionarias: “Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”. Entonces, a la pregunta de cómo llegamos también a este punto cabría responder: la ideología totalitaria fue la clave. Esta vez le tocó jugar su papel a los académicos, diseminando en sus esferas de influencia el marxismo. En buena medida, la historia de la Revolución cubana ha estado marcada internamente por la lucha entre el marxismo soviético, defendido por los sobrevivientes del Partido Socialista Popular (PSP), y el marxismo revolucionario cheguevarista. A veces predominaba una tendencia a veces otra. Al final, todo fue a parar a un gran ajiaco en el que cada cual metía la mano y sacaba lo que le apetecía. Pero, eso sí: dentro del marxismo, todo; contra el marxismo, nada.
Tal vez no sea un error decir que el marxismo soviético a penas si mueve a algún académico, artista o intelectual de la Cuba actual. Pero sí puede ser posible que queden no pocos soñando con el marxismo revolucionario del Che Guevara. A esos les digo que deben tener el valor y la claridad mental suficiente para deshacerse de una buena vez del mito del Che. Ernesto Guevara fue un aventurero (según la opinión de los propios académicos soviéticos). Y para parte de la academia occidental, un psicópata, cuando no un asesino. Si ustedes, intelectuales cubanos, pretenden hacer algo por ese pueblo con el que tanto se identifican, si pretenden hacer algo por ustedes mismos tienen que exorcizarse mediante el reconocimiento tácito del hecho —que no simple opinión— antes aludido. Como en todo imaginario popular siempre hay un tipo bueno y uno malo. En este caso concreto el bueno fue Camilo; y el malo, el Che. La influencia de Camilo pudo haber sido positiva en el desarrollo posterior de los acontecimientos. La del Che era una jugada cantada y totalmente perniciosa. Pero, los artistas e intelectuales marxistas-revolucionarios también pudieran dejar de vivir la vida de los otros y para los otros (sus líderes). Dejen de buscar validación en proyectos demenciales que nunca llegaron a cristalizar (la Revolución, el socialismo, el comunismo) en parte alguna. Reconózcase el estigma que pesa sobre sus cabezas a partir de aquella Gran Humillación Originaria de Palabras a los intelectuales. Porque tampoco hay otra manera de trascender como creador que trabajando en el campo de los valores universales (que no son los revolucionarios, si es que tal cosa existe más allá del panfleto y de la vacua imitación). Y si esos valores se encuentran y se explicitan en lo particular tanto mejor para nuestra cultura. No hay otra manera de tener valía como individuo que la de verse a sí mismo libre en toda su potencialidad, en lugar de auto reducirse a uno de los atributos que lo caracterizan, tanto peor si es el atributo negativo de comunista o revolucionario. Ningún ser humano real puede vivir como atributo, sino que ha de hacerlo como sustancia. De ahí su necesidad de libertad, de trascendencia y de infinitud (Spinoza). Pero también de ahí la certeza de que todo proyecto que intente desvirtuar la esencia humana mediante malabares ideológicos reduccionistas esté condenado al fracaso.
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La intelectualidad post revolucionaria ya no comparte al parecer aquellos valores totalitarios disfrazados de “clamor del pueblo”, cuando a todas luces se trataba del abuso y la aniquilación del individuo para garantizar un impuesto orden de privilegios y poder. Parafraseando a Mario Vargas Llosa, la libertad o es individual o no es ninguna. Ya van despertando —aunque no al ritmo deseado— no pocos de los representantes de aquellas primeras generaciones de marxistas-revolucionarios (cheguevaristas) que, si bien no fueron a la Sierra Maestra, sí les tocó irónicamente pasar por la experiencia de las UMAP. El propio Silvio Rodríguez es un magnífico ejemplo y ha sabido dejar atrás modestamente sus ataduras a ese “mundo feliz” de la dirigencia cubana que nunca existió ni existirá, mucho menos para los otros. La izquierda, hay que decirlo, siempre hace pagar a la sociedad un precio demasiado caro por su infantilismo, su inmadurez y su crueldad de adolescente. Por alguna extraña razón ignoran una y otra vez en una enfermiza negación de la realidad esas palabras atribuidas a Winston Churchill: Quién no es de izquierda a los 18 no tienen corazón. Y quien sigue siendo de izquierda después de los 40 no tiene cerebro. Pero ya no más: los intelectuales y artistas cubanos —relevo directo de aquellos que estuvieron presentes en la Biblioteca Nacional— que aun quedan vivos tienen la oportunidad de asumir la verdad y los hechos. Ha llegado el momento de darle la espalda como gremio a un orden insostenible e injustificable de estulticia, incompetencia y vasallaje. Pero también tenemos la opción de hacer algo por nosotros mismos: es hora de lucir la estrella que ilumina y mata.
La derrota, conquista y sometimiento de los intelectuales fue el acto, el puntillazo que realmente certificó el triunfo de la Revolución (el programa de Fidel Castro). Cuán maravillosa sería una reedición de aquellas reuniones de Junio de 1961, solo que esta vez haciendo valer el pensamiento libre y la firme decisión de no apoyar como gremio ese orden fallido que se sostiene a expensas de la vida de todos los cubanos. ¿Toca ahora a los intelectuales dentro y fuera de la Isla ponerle fin a esta dolorosa realidad, reivindicar el gremio que agoniza y con ello a la nación entera? Cuba —la de Martí, que es la de todos los cubanos— necesita de sus intelectuales (artistas, académicos, creadores en general). Pero, el yugo no es una opción. No pueden seguir mirando hacia otro lado mientras la patria desangrada os contempla nada orgullosa…que vivir de la patria, es morir.
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