Atentado contra Miguel Uribe revive las épocas de los magnicidios en Colombia

Atentado contra Miguel Uribe revive las épocas de los magnicidios en Colombia

Los candidatos políticos encuentran en la plaza pública el mayor escenario de diálogo con los ciudadanos y en Colombia parecía que esa instancia se había sacralizado después de los asesinatos de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948 y de Luis Carlos Galán el 18 de agosto de 1989. Pero la polarización del país nos ha llevado de nuevo al abismo de la violencia que quiere torcer los caminos de la democracia; al ver las imágenes de un carro blanco ensangrentado y del cuerpo de Miguel Uribe Turbay cayendo en brazos de sus cercanos después de recibir tiros en la cabeza, para muchos revivió una época de persecución política que parecía en el pasado.

El sábado 7 de agosto Colombia anocheció como en las épocas del racionamiento de César Gaviria, del proceso 8.000 de Ernesto Samper, del despeje del Caguán de Andrés Pastrana. El informe ‘Basta Ya’ que resumió y consolidó la violencia que vivió el país entre 1970 y 2010 asegura que en ese tiempo hubo 54 congresistas secuestrados, 27 de los cuales ocurrieron entre 1996 y 2021. Además de las víctimas de secuestro con militancia política, 464 militaban en el Partido Liberal (50,8%), 135 en el Partido Conservador (29,8%), 135 en otros movimientos políticos (14,8%) y 41 en partidos o movimientos políticos de izquierda (4,5%).

En los años ochenta, noventa y principios del presente milenio, esa violencia venía de grupos armados muy conocidos, cada uno afiliado a pensamientos políticos, era las Farc y el ELN por la izquierda, y la AUC —que agremió a grupos como las autodefensas del Magdalena Medio, del Urabá y de los llanos— por la derecha. Por otro lado, estaba el narcotráfico, más aliado con las AUC, aunque de los años ochenta está bien documentado el apoyo de Pablo Escobar al M-19. El caso es que por entonces se sabía muy bien que estos grupos perseguían, secuestraban, amenazaban y asesinaban a políticos que en niveles regionales o nacionales se les oponían o los denunciaban.

Después de ocho años de la seguridad democrática de Álvaro Uribe, de los ocho años de Juan Manuel Santos y la paz con las Farc y de los cuatro años de Iván Duque y la pandemia, Gustavo Petro logró la presidencia como el primer gobernante de izquierda, ya el país parecía “ensanduchado” en una realidad de polarización sofocante: por un lado, los insatisfechos políticamente —de lado y lado del espectro por los 16 años de ‘uribesantismo’— y por el otro los atizados por los paros nacionales que le tocaron a Duque y oprimidos por las restricciones y el apretón económico del coronavirus. Petro en lugar de surfear en el mar de las oportunidades, lo hizo en el mar del resentimiento.

El viernes 6 de junio, el presidente Petro publicó en su cuenta de X una respuesta en contra de la idea de Miguel Uribe de demandar el nombramiento de Eduardo Montealegre como ministro de Justicia argumentando un rompimiento institucional. Petro dijo: “¡Dios mío! ¿El nieto de un presidente que ordenó la tortura de 10.000 colombianos, hablando de ruptura institucional?”. Solo la muestra de un tono que se ha mantenido durante estos tres años de gobierno: el del odio de clases, donde los empresarios o los políticos de derecha son para el presidente unos opresores y esclavistas —ya llamó los congresistas unos “hp esclavistas” e izó la bandera de la guerra muerte en contra de ellos— que están en contra del pueblo.

En una columna publicada ayer por el diario El País, el exministro Rafael Pardo decía: “Me atrevo a decir que regresa peor y más peligrosa que entonces, porque ahora está alimentada por la polarización que surge desde el propio Gobierno de Gustavo Petro en su desaforado discurso de odio de clases. También porque la criminalidad está desbordada y se siente amparada en la impunidad de las múltiples mesas de la política de paz total, que hoy están quebradas. Cuando un joven de 15 años dispara a otro colombiano, escasos 20 años mayor, demuestra que como sociedad no aprendimos las lecciones del pasado. Eso es lo que ha pasado este sábado”.

Dice Pardo que ahora la violencia parecería revivir con mayor ferocidad. Son años parecidos a los ochenta, cuando fueron asesinado Jaime Pardo Leal —11 de octubre de 1987, asesinado por paramilitares y fuerzas del Estado como parte de una “ola de terror y de guerra sucia, asociada al exterminio iniciado en 1986” contra militantes y dirigentes de la Unión Patriótica (UP), dice el Basta ya—, Luis Carlos Galán Sarmiento —el 18 de agosto de 1989 por parte del Cartel de Medellín y con la connivencia de actores estatales cooptados por la mafia—, Bernardo Jaramillo Ossa —22 de marzo de 1990, también de la Unión Patriótica y sus mismos perseguidores—, Carlos Pizarro Leongómez —26 de abril de 1990, quien había liderado la desmovilización del M-19 y era candidato presidencial, dice el CNMH que se hizo en un contacto para “impedir la democracia y la violencia el medio para acallar a críticos y opositores, para impedir la denuncia y evitar justos reclamos y transformaciones”—.

Se atribuye aquella frase ya manida de “quien no conoce su historia, está condenado a repetirla” al filósofo George Santayana, pero ahora parece un lugar común al que es bueno acudir. El Basta ya destaca que los asesinatos de los candidatos presidenciales antes mencionado son destacados como “magnicidios” que buscaban no solo la eliminación física, sino también generar un profundo “efecto de desestabilización política y social”.

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