
Cuba está muriendo
- Cuba
- mayo 28, 2025
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LA HABANA, Cuba. – Si en cinco años, entre 2020 y 2024, Cuba perdió poco más de 1,4 millones de personas, quedando su población por debajo de los 10 millones de habitantes, y además se incrementaron la tasa de envejecimiento y las defunciones, mientras se redujeron los nacimientos entonces, sin lugar a dudas, estamos desapareciendo a una velocidad espantosa, y eso si tomamos en cuenta las estadísticas de la ONEI, que siempre llegan tarde y muy por debajo de la realidad.
Pero 1,4 millones en cinco años es como decir que diariamente Cuba pierde unas 800 personas, que es como si todos los días desapareciera la población de una manzana en una ciudad como La Habana, o de un pequeño poblado rural, como si una mañana despertáramos en un barrio donde todos nuestros vecinos fueron abducidos y ese terror se repitiera en la barriada aledaña, y en la siguiente, así hasta que no quede nadie en decenas de kilómetros a la redonda.
Si intentáramos visualizar esos millones de personas que se han ido, en correspondencia con pedazos de tierras perdidas, tomando el último dato de la ONEI sobre la distribución territorial del total de habitantes, estimado sobre los 88 por kilómetro cuadrado, entonces todos los días Cuba perdería unos 10 kilómetros, lo que en cinco años ya serían más de 16.000, con lo cual el archipiélago cubano hubiera perdido un territorio mucho más grande que Puerto Rico, o casi la mitad de República Dominicana, o unas 20 veces la extensión que abarca nuestra capital.
Es un cálculo forzado, imposible, más bien loco, pero esa desolación, que cae sobre nosotros como la peor de las maldiciones, no es una fantasía. Basta con salir a la calle después de las 8:00 o 9:00 de la noche, incluso los fines de semana, para comprobar que vamos convirtiéndonos en un pueblo fantasma que abarca todo el país de un extremo al otro. Que La Rampa y el Malecón vacíos, los hoteles sin turistas, los campos sin producir, los montes de marabú, las montañas de basura en las esquinas, las termoeléctricas apagadas y herrumbrosas, la densidad del aburrimiento son más que una premonición. Son la constatación de que algo murió o está muriendo.
Algo que no solo es el régimen o esa Revolución que al minuto de triunfar ya no existía, porque se había transformado en esa criatura sanguinaria que espantó a los primeros que tomaron distancia del “proceso” (y que aún continúa generando espantos y estampidas), sino algo que ya no hay modo de reanimar o resucitar. Algo que pudiera estar dentro de nosotros y que, por generaciones, dejaremos como herencia a lo que será —si aún se pudiera hablar de algo así— toda una nación en la diáspora, convencida de que no hay opción ni futuro en el retorno.
Cuba se está vaciando, está envejeciendo y está muriendo. Eso es una realidad. Y se torna más grave porque es la consecuencia de haber puesto nuestras vidas, nuestra suerte, en manos de la ineptitud, del oportunismo y la corrupción, de la hipocresía, a sabiendas de que lo hacíamos, y confiados de que siempre estaría ahí la oportunidad de escapar, de que cada vez que la olla de presión estuviera a punto de estallar, alguien, aquí o allá, abriría la válvula de seguridad que siempre ha frustrado esa voluntad suficiente en las calles como para obligar a que cambien las cosas.
Para algunos, habría esperanzas de un final en esa desolación que nos viene encima. Lo ven como el remedio pasivo a largo plazo, casi involuntario, que jamás podrá sustituir ese estallido social definitivo, necesario, que no cuaja precisamente porque siempre ha existido la opción de emigrar, de dejarle a los otros la “misión imposible”. Pero el gran problema de que el régimen parezca que muere, como consecuencia de que todos morimos, envejecimos o nos marchamos, es que tendrá los recursos suficientes —obtenido del saqueo a nosotros mismos— para no morir, que mutará en otra cosa, y en otro lugar.
Entendamos que no por casualidad, sabiéndose en peligro de muerte, abrieron Nicaragua, pactaron con México y comenzaron la “invasión silenciosa” hacia Estados Unidos. Son más que conscientes de que Cuba no da más, que ya colapsó, que en menos de 20 años seremos el sitio inhóspito que nadie querrá visitar, que la arruinaron sin remedio y que solo queda poner en marcha el plan B de la escapada, de la mutación, y mientras eso sucede a toda prisa bajo la superficie, nos distraemos con los dos o tres guanajos que alguien ha puesto ahí, en la Plaza de la Revolución, para que descarguemos nuestra furia en caso de que los planes se salgan de control.
No es una buena noticia para nadie que Cuba se esté muriendo. Como tampoco jamás lo ha sido la posibilidad de escapar cuando ya la presión interna hubiera puesto las cosas en su lugar, en tanto un país moribundo no se trata como a un anciano enfermo, ni necesita de paliativos para extender indefinidamente su agonía, sino de inyectarle sangre y fuego para que resurja. Eso nos ha faltado, precisamente porque las escapadas nos han sobrado.
Hoy la situación es tan complicada que para muchos se hizo sencilla y drástica la solución: el que se marcha se salva; el que se queda, por viejo, porque no puede o porque no quiere, no lo hace para ver el final —porque el final ya está aquí, instalado en cada uno de nosotros— sino para morir con “eso” que muere o que murió, eso que solo ven con vida quienes viven de él, como animales que se alimentan de carroña.