
«Siempre digo que salí de Cuba en un submarino»
- Cuba
- abril 28, 2025
- No Comment
- 8
MADRID, España. – El primer contacto con María Josefa Calafat, a quien todos llaman “Mari Pepa”, lo tuve esta primavera en Madrid y fue vía telefónica. Me comuniqué con ella gracias a Margarita Larrinaga, quien nos puso al habla. Enseguida me di cuenta de que debía entrevistarla. Un dejo en su acento me hizo preguntarle si era oriental, en lo cual no me equivoqué porque vivió buena parte de su infancia y adolescencia en un pueblito del Oriente de Cuba, llamado Julia, entre Bayamo y Manzanillo.
Una semana después, durante un almuerzo en casa de Patricia Larrinaga, pude conocer personalmente a esta cubana excepcional que, con sus casi 94 años, no ha perdido nada de su vivacidad. Por haber sido jefa de despacho (en la época se decía simplemente primera secretaria) de personajes clave del ámbito empresarial español tras su llegada al exilio y hasta su jubilación, Mari Pepa desarrolló una especie de sexto sentido para la eficacia, el orden y proporcionar la respuesta precisa en el momento justo.
Era la decana entre los 15 que participamos en aquel almuerzo madrileño, pero no se perdió un detalle de todo lo que se hablaba y tuvo tiempo y, sobre todo, energía para, al final, tener un aparte conmigo y responderme durante más de una hora todo lo que a continuación viene.
―Tengo entendido que a pesar de tener padres españoles siempre se ha sentido cubana. ¿Cómo lo explica?
―No solo mis padres eran españoles, sino que yo también nací en Madrid, en el barrio de Salamanca, un 13 de junio de 1931, pero a los cuatro años viajé con mis padres a Cuba, en donde viví por espacio de 27 años. Por esta razón toda mi crianza y formación fueron cubanas. Es más, viví en los dos extremos de la Isla: en Oriente (en el poblado de Julia) y en Occidente (en La Habana y Tarará), de modo que de estas dos regiones tengo influencias.

―¿En qué circunstancias aparece Cuba en su vida y quiénes fueron sus padres?
―Mi padre, José María Calafat Cardona, había trabajado en la década de 1920 en Cuba, o sea, que tenía contactos allí y esto probablemente lo impulsó a comprar una finca en la región oriental, exactamente en Julia, un pueblo entre el central azucarero Mabay y Manzanillo. Como era profundamente anticomunista no se sintió a gusto con la Segunda República española y la situación desastrosa que había en ese momento en la Península, de modo que, ya casado con Teresa Moya López del Castillo, mi madre, también española, y conmigo ya nacida, decidió instalarse en la Isla. Una decisión que nos ahorró tener que vivir la experiencia de la Guerra Civil española.
Viajamos en barco hasta La Habana, ciudad en la que permanecimos un año a la espera de que terminaran de construir la casa en la que íbamos a vivir en el pueblo de Julia.
―¿Qué recuerdos tiene de Julia y de su vida en Oriente?
―La finca estaba completamente dedicada al cultivo de la caña de azúcar y a la crianza de ganado. Era un sitio muy acogedor, pero mi padre era un poco chapado a la antigua y trataba de que no me mezclara mucho con la población local. Mi madre era todo lo contrario y yo me parezco a ella. De este modo, casi todos los primeros profesores que tuve en Julia fueron privados, pero cuando llegó el momento de cursar estudios más avanzados me pusieron en un colegio de monjas franciscanas españolas en Bayamo, La Divina Pastora, desde los ocho hasta los 12 años. Aquello más que un colegio era convento, por el rigor de la educación que recibíamos. Pero las alumnas teníamos una relación muy estrecha, al punto que he conservado por más de 80 años como amigas a dos de ellas: Ileana Tablada, que era de Bayamo, y Margarita Arruza, del central Jobabo. Tengo recuerdos entrañables de sor María, la profesora de Música; sor Rafaela, la de la Pintura y Labores del Hogar, y de la madre superiora, que era catalana y se llamaba sor Trinidad.

Por otra parte, Julia era un pueblo pequeño, de calles que no estaban asfaltadas, una tienda grande o bodega ―como se le llamaba en Cuba a esas tiendas que venden un poco de todo―, dos farmacias, dos médicos, un colegio público pequeño y la iglesia, que dependía de los franciscanos capuchinos de Bayamo y poco más. El pueblo se beneficiaba del paso de la línea de ferrocarril central entre La Habana y Manzanillo, de modo que tenía una pequeña estación de trenes. Cuando llovía, se empantanaba el camino. ¡Aquello era una odisea para los viajeros!
Creo que, si siempre he sido muy adaptable, fue porque desde niña viví experiencias poco usuales. De Madrid llegamos a La Habana y, poco después, a Julia, en donde montaba caballo y se vivía en torno al batey con los trabajadores de la finca, las caballerizas, y todo lo que forma parte del mundo rural cubano. Recuerdo que en todo el pueblo había un solo teléfono que estaba como a dos kilómetros y, cuando nos llamaban, un recadero iba casa por casa transmitiendo los mensajes. Te hablo de finales de la década de 1930, y muy a principios de la de 1940. Eso sí, veraneábamos en Gibara, al norte de Holguín, pues allí teníamos una casa y un barco.

―Pero dejan Julia por La Habana…
―La finca nunca la dejamos realmente, pues siempre seguíamos visitándola y pasando temporadas en ella. Lo que sucedió fue que, cuando tenía 13 años, mi madre se dio cuenta de que necesitaba estar en otro ambiente y, con ese objetivo, compramos la casa de La Habana y nos mudamos allí. Primero estuvimos alquilados en el Vedado y luego a la casa en la que vivimos hasta que nos fuimos de Cuba, en la Avenida 13 esquina a 82, en la zona que se llamaba Ampliación de Almendares, muy cerca de la gran iglesia Jesús de Miramar, que empezó a construirse bajo el impulso de fray Aniceto de Mondoñedo en 1948 y fue terminada en 1953 por el arquitecto español Eugenio Cosculluela Barreras y el ingeniero cubano Guido Sutter Paolini. Como anécdota te cuento que allí me casé en 1954 y que, en uno de los 14 murales del “Vía Crucis” de esa iglesia, realizados por el artista vasco Cesáreo Marciano Hombrados de Oñativia, la Verónica que aparece soy yo, pues esos murales habían sido concebidos por aportación de los fieles y el pintor utilizó como modelos a miembros de las familias que contribuyeron a su realización.

―¿Cómo era la vida habanera en ese periodo? ¿Siguió sus estudios?
―Me matricularon en la Merici Academy, donde primero cursé Inglés y, después, dos años de estudios de Secretariado bilingüe en ese idioma. Más adelante, continué mi formación en el Colegio Teresiano, en la calle 12 del Vedado, donde completé mis estudios de Comercio y Secretariado en español. Siempre fui muy devota de santa Teresa, así que me sentía especialmente a gusto en aquel colegio. A mí me habría gustado estudiar Medicina, pero mi madre no me permitió entrar en la universidad debido a la inestabilidad política que ya se vivía entonces. Aun así, gracias a la preparación que recibí en Comercio y Secretariado, pude salir adelante años después, cuando llegamos a España al exilio.
En casa, la política no le interesaba a nadie. Mi padre murió en 1952, después de una larga enfermedad. Por supuesto, después de que se intensificaron las acciones rebeldes contra el gobierno de Fulgencio Batista comenzaron los encarcelamientos y una serie de cosas con las que no estábamos de acuerdo. ¿Quién puede estar de acuerdo con que repartan golpes de todos los colores simplemente por pensar de otra forma?
En 1954 me casé con Enrique Larrondo Baró, abogado cubano, que tenía su bufete en la Avenida de las Misiones, muy cerca del Palacio Presidencial. Mi marido no estaba de acuerdo con el Gobierno de Batista.
Después del nacimiento de nuestro primer hijo, nos trasladamos a mi casa de veraneo en Tarará, una zona de playas al este de la capital, en la Avenida del Cobre, esquina a Camino Dos. Era una urbanización privada en la que éramos como una gran familia con un pequeño club al que todos pertenecíamos. Éramos socios del Casino Español (en La Habana) y el Miramar Yacht Club.

―¿Qué pasa después del 1° de enero de 1959?
―Al principio, mi marido creía que Fidel Castro tomaría un rumbo diferente del que padecimos después. Pensaba, como muchos cubanos de entonces lo pensaban también, que Cuba nunca se volvería comunista. Allí vivimos hasta octubre de 1962. Mi madre falleció tres meses antes de nuestra salida.
Del tiempo que vivimos allí después de 1959… ¿qué quieres que te cuente? Un buen día todas las cuentas amanecieron congeladas. Por dos edificios de apartamentos que teníamos solo nos dieron 600 pesos, o sea, lo máximo que daban como compensación por la expropiación. Recuerdo que para sobrevivir empecé a vender el enorme ajuar de bodas que mi madre me había regalado y que estaba intacto.
Cuando pedimos el permiso para salir de Cuba nos hicieron, como a todo el mundo que se iba, un inventario intrusivo en la casa. Unos días antes de este inventario, habíamos sacado un piano de cola para regalarlo a unos vecinos, pero un vecino del Comité de Defensa de la Revolución (CDR), nos chivateó e informó que desde nuestra casa él oía que tocaban el piano. Cuando nos hicieron el inventario, nos indicaron que había un piano de cola y que no estaba. Esto nos obligó a traer el piano de vuelta porque de lo contrario no nos dejaban salir.

Tomamos un barco de la compañía trasatlántica llamado Satrústegui que creo fue el último barco de pasajeros que salió de Cuba. Fuimos con rumbo a Cádiz y terminamos el viaje en Barcelona, que fue donde desembarcamos. Fueron 23 días de travesía. Viajamos mi marido, mi suegra, tres hijos de cuatro, seis y siete años de edad, y yo en tercera clase, como todos los cubanos que salíamos, ya que no teníamos otra opción. Por eso, yo siempre digo que salí de Cuba en un submarino porque por las escotillas solo veíamos agua y más agua, ya que el camarote quedaba oculto debajo del mar. Podríamos haber considerado que el viaje fuera como un homenaje involuntario a mi abuelo materno el teniente de navío José de Moya Jiménez, que nunca conocí y que fue parte de la tripulación del submarino de Isaac Peral (primer submarino torpedero con propulsión eléctrica de la historia), desempeñando el rol de torpedista y cuya botadura ocurrió en 1888, en el puerto andaluz de San Fernando de Cádiz.
Solo nos dejaron sacar cinco maletas para seis personas porque nos dieron una lista exacta con la ropa que estaba autorizada por cabeza. A mi suegra le rajaron un abrigo buscando eventuales prendas escondidas y se pusieron, como autómatas, a cantar La Internacional. Mi hija pequeña llevaba una muñeca y se la desmembraron también buscando lo mismo.

―¿Ha vuelto a Cuba?
―¿Cómo crees que después de todo lo que acabo de contar esté dispuesta a regresar a este sitio con un gobierno tan infame como el que dejamos al salir? Por supuesto que no he ido, ni iré nunca mientras se mantenga un gobierno comunista. ¡No le doy un solo céntimo a ese gobierno!
Con decirte que hasta la capilla familiar en el Cementerio de Colón fue profanada y los restos echados no sabemos dónde. Supe por Pedro, nuestro chofer, que se quedó en Cuba y tenía las llaves de la capilla que daba hacia la calle Zapata, que tiempo después de nosotros irnos, forzaron la puerta y arrasaron con todo, al parecer buscando joyas o cosas de valor. El caso es que, hoy por hoy, ni siquiera sé a dónde fueron a parar los restos de mis padres. No tengo entonces nada que buscar en ese país.
―¿Cómo fueron los primeros días de vida en España?
―Fueron muy duros, como la de todos los exiliados. Durante el viaje, en el bar de tercera clase, mi hija Teresa (que hoy vive en Miami) se puso a conversar con Pilucha Batista, una señora que me conocía de cuando veraneábamos en Gibara. Su esposo, Joaquín Sebares, era arquitecto y ambos eran las únicas personas que vinieron en primera con un permiso especial porque Joaquín era compañero de universidad de un ministro de Fidel. Gracias a ellos tuvimos algo de dinero al desembarcar ya que nos pagaron el taxi y el hotel en Barcelona. Como mi marido era filatélico había comprado colecciones enteras de sellos que dio a escondidas al muchacho que llevaba los papeles del comodoro del barco para poder sacarlas de Cuba. Recuerdo que llegando a Barcelona las vendió en la Plaza Mayor y con eso tuvimos comida para los primeros días.
Yo siempre digo, usando un cubanismo, que tuvimos que “janeárnosla” solos. Aun así, quiero destacar que recibimos ayuda de personas de quienes nunca lo hubiéramos esperado. En cambio, algunos familiares y amigos cercanos de mis padres en España no nos ofrecieron el apoyo que sí esperábamos de ellos.
Poco después, cuando llegamos a Madrid, pudimos vivir todos en un piso que nos prestaron unos amigos. Dormíamos en un colchón en el suelo mi marido y yo. Y tuve suerte porque después de mis tres hijos nacidos en Cuba (Enrique, Teresa y José Antonio, que falleció) vinieron dos más (Ileana y Javier) que nacieron en Madrid. ¡De modo que ya eran cinco!
―Pero tengo entendido que no tardó en integrarse y en conseguir muy buen trabajo…
―Así fue. Tuve mucha suerte porque en 1963 una amiga me dijo que estaban buscando una secretaria para la Presidencia del Gobierno. Como tenía mi formación de Comercio y Secretariado y hablaba inglés me presenté en las oficinas de la secretaria de López Rodó, el comisario del Plan de Desarrollo de Francisco Franco, y me aceptaron. Al día siguiente ya estaba trabajando; permanecí como secretaria de Alberto Monreal Luque durante 18 años y en todos los puestos por los que él transitó durante su carrera, que fueron muchos, desde jefe adjunto del Gabinete de Estudios del Ministerio de Presidencia del Gobierno (1964), secretario general técnico del Ministerio de Obras Públicas (1965), en donde hice una oposición, subsecretario de Educación y Ciencia (1969), ministro de Hacienda (entre 1969 y 1973) y, luego, como presidente de la Tabacalera, a partir de 1974 y hasta 1982.
Cuando se produjo un cambio de gobierno y vino Felipe González, nombraron a Cándido Velázquez presidente de Tabacalera (él era ya director comercial), y como yo lo conocía y teníamos bastante relación, me propuso quedarme con él como jefe de Gabinete de la Presidencia sabiendo que yo no era socialista. Seguí trabajando con él ya que, a pesar de su ideología, era un señor y fue un gran jefe y amigo. Cuando le nombraron presidente de Telefónica, me propuso irme con él y acepté el puesto de jefa de gabinete de Presidencia de Telefónica, donde me jubilé en 1996. Yo decía que trabajábamos “a destajo” porque lo hacíamos mañana, tarde y, a veces, de noche, sin contar que había que formarse constantemente con las nuevas tecnologías que iban apareciendo.
Aunque Cándido Velázquez Gaztelu sabía que yo era exiliada cubana, nunca fue un obstáculo para él. Cándido era una persona muy abierta y me conocía lo suficiente como para que esto no influyera en absoluto en nuestra relación profesional. Me jubilé en 1996, coincidiendo con la llegada del Gobierno de Aznar, momento en el que Cándido también cesó en su cargo.

―Ha conservado el acento cubano, frecuenta el medio de exiliados de la Isla que llevan décadas en Madrid y no ha perdido su manera cubana de ser. ¿Cómo ha sido posible y qué ha transmitido a sus hijos y nietos?
―El periodo más importante de mi crecimiento y formación lo pasé en Cuba. Incluso conservo hasta algo del deje de los orientales como muy bien detectaste tú cuando hablamos por teléfono la primera vez. Viajé con frecuencia a Miami y a Baton Rouge para visitar a amistades cubanas. Tengo en total 10 nietos y siete bisnietos. En algún momento presidí el Centro Cubano de Madrid, una institución que tuvo una labor muy importante en la acogida de exiliados en la capital española durante décadas y que se encontraba en la calle Claudio Coello, en el barrio de Salamanca hasta que dejó de existir.
Hoy vivo en Mirasierra, al norte de Madrid, tengo 93 años y todavía hago el sándwich “Elena Ruz” tal y como se hacía en El Carmelo de Calzada, la cafetería del Vedado a donde íbamos después de asistir a los conciertos en el Auditórium. Mis nietos se vuelven locos cuando preparo picadillo, carne ripiada, tostones y plátanos fritos, pierna de cerdo, frijoles negros, yuca con mojo, ¡y qué decirte de la guayaba con queso crema!