
Néstor Baguer, la triste historia de un topo del G-2
- Cuba
- abril 13, 2025
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LA HABANA, Cuba. – Fui uno de los que lamentó el destape del periodista Néstor Baguer como el “agente Octavio” de la Seguridad del Estado durante la ola represiva de la primavera de 2003, cuando derrochó infamia al testificar en el amañado juicio contra los que fueron sus colegas en el periodismo independiente, Raúl Rivero y Ricardo González.
A Baguer, con todos sus resabios y defectos, que eran bastantes ―el principal, que hablaba mal de medio mundo―, llegué a considerarlo un amigo. Por eso, me dolió tanto que octogenario, enfermo, casi a las puertas de la muerte, aceptara cambiar toda su historia por una condecoración del Ministerio del Interior y un nombre de emperador romano para firmar sus soplonerías.
Al enterarme que era un chivato, lamenté las tantas veces que por encargo de Raúl Rivero y Ricardo González, que le tenían afecto y se preocupaban por su salud, fui a llevarle medicinas y dinero a la casa en el barrio de Cayo Hueso, en Centro Habana, donde vivía alquilado (la misma donde se decía que varias décadas antes vivió también alquilado un joven y recién graduado abogado llamado Fidel Castro).
Sobre todo, lo que más lamenté al saber quién era realmente Baguer, fue la cola que tuve que hacer en la clínica Cuba-RDA para comprarle, con dinero de Ricardo González, el bastón de tres patas que necesitaba para caminar.
Por haberlo conocido bien, me pareció falso y muy poco creíble el Néstor Baguer rabiosamente antiestadounidense, anticapitalista y comunista de toda la vida del libro Secretos desde el Malecón habanero, de Froilán González García y Liván González Cupull, que fuera publicado en 2005 por la Editorial Abril con la ayuda de varias agrupaciones comunistas españolas.
Para dicho libro, sus autores emplearon testimonios del propio Baguer y de su hija Edmé, que, a juzgar por el auxilio que recibía de los colegas a quienes espiaba su padre, no parece haberse ocupado mucho de él, como tampoco lo hicieron sus otros hijos, también como ella residentes en el exterior.
El Néstor Baguer del libro dista mucho del que conocí. Si acaso conserva algo del real, además de la boina de sus antepasados vascos, el orgullo de ser sobrino por línea materna del poeta Gustavo Sánchez Galarraga y la obsesión por corregir gazapos ortográficos, es la autosuficiencia y la maledicencia respecto a los demás.
En el libro, para el cual Baguer exigió que no se mezclara su nombre con el de “disidentes y mercenarios”, se sobredimensiona su papel como representante en Cuba de Reporteros sin Fronteras. Su designación para aquel puesto en 1998 se debió no a su calidad periodística ―había en aquel momento muchos periodistas independientes más importantes que él, como Raúl Rivero, Tania Quintero, Tania Díaz Castro, Manuel Vázquez Portal, Juan González Febles, Víctor Manuel Domínguez y Manuel David Orrio, quien también resultó ser un infiltrado del G-2―, sino a su antigüedad en el oficio y al hecho de que era miembro de la Real Academia de la Lengua Española y la Academia Cubana de la Lengua.
Resulta difícil creer que alguien tan elitista, aristocratizante y bon vivant como Baguer, detestara el modo de vida burgués, simpatizara con el comunismo, se convirtiera en incondicional del castrismo y trabajara como informante de la Seguridad del Estado durante más de 40 años. Siempre he pensado que si aceptó trabajar para la policía política fue porque lo chantajearon. Probablemente le prometieron recompensarlo con la mansión en El Cerro de su tío Gustavo Sánchez Galarraga que tanto anhelaba en su deambular de alquiler en alquiler y que nunca conseguiría.
En sus testimonios para el libro, Baguer no sonó sincero. Cual alumno de primaria adoctrinado, repitió los más trillados de los teques castristas, y difamó de los periodistas independientes, asegurando que “le causaba asco leer lo que escribían”, que la mayoría eran de muy bajo nivel cultural (“muchos no habían cursado ni el sexto grado”), “no tenían conocimientos del periodismo y ni siquiera de la gramática”, y ridiculeces tales como que tenían “perversos planes dirigidos a convertir a Cuba en un apéndice del imperio”.
Sin mencionarlos por sus nombres, Baguer no tuvo reparos en hablar horrores y mentiras de personas que fueron sus amigas y le ayudaron mucho como Elizardo Sánchez y Raúl Rivero, de quien dijo que era mejor poeta que periodista y le sacó el trapo sucio de que “el servicio de salud cubano le rescató del alcoholismo”.
Baguer murió el 26 de octubre de 2004, a los 83 años. Sus últimas semanas las pasó ingresado en el Hospital Calixto García, velado por oficiales de la policía política que, por orden de sus jefes, se turnaban para cuidarlo.
Lo enterraron con honores militares. En las cintas de las coronas de flores rojas, blancas y amarillas, enviadas por la Unión de Periodistas y el Ministerio del Interior, no estaba escrito el apellido vasco de su familia, sino Octavio, un nombre de emperador romano, su nombre de agente. El suyo, el verdadero, se extravió: fue otra más de las tantas cosas que perdió en su tortuosa vida.