
En Jardín esperan que a la campana de la Basílica le madure la voz
- Colombia
- abril 5, 2025
- No Comment
- 2
Luis Eduardo Ramírez va por las calles de Jardín recopilando campanadas. Cuando las anticipa, digamos las que anuncian el Ángelus, busca el mejor lugar para escucharlas, se para al frente de la basílica con la plaza de por medio, y entonces graba. Cuando lo agarran de imprevisto, como las que anuncian una muerte, se detiene donde esté y hace lo mismo. Y mientras graba trata de identificar los cambios del sonido, variaciones tal vez imperceptibles para estos tiempos de sentidos entumecidos, pero que existen. Y luego se las envía a su creador, es decir, al creador de la campana dominante. Y después discuten qué tanto ha cambiado el sonido, qué tanto ha madurado, cómo se lleva con la campana menor y con el espacio que ocupa en la torre.
Lo que buscan es simple: necesitan saber si realmente esa joven campana será capaz de llenar con su sonido el vacío que dejó la vieja campana que esperó hasta los 100 años para callarse y ahora está en el piso, recostada en una viga de la Basílica Menor de la Inmaculada Concepción, como una anciana cansada que ya dijo todo lo que tenía por decir.
Lea también: ¿Un geoparque Unesco en el Suroeste antioqueño? Esta es la iniciativa que busca lograrlo
La de este año será la primera Semana Santa en casi un siglo sin su querida campana alemana. Y eso en Jardín es todo un tema, no por capricho de la gente. El asunto tiene su historia y su ciencia.
La construcción de la basílica incluye la sangre como materia prima y los pecados como motor y mano de obra. En 1918, el padre Juan Nepomuceno Barrera, un hombre al que lo enfermaba quedarse quieto, comenzó a convencer a los habitantes del pueblo de que era hora de tener una verdadera iglesia, digna del pueblo que estaba destinado a ser Jardín. El padre ya tenía claro de dónde iba a sacar el material para construirla y el diseño que tendría pues en su estancia en Francia había conocido la arquitectura neogótica y así vislumbraba el nuevo templo. Meses atrás habían descubierto una cantera y una veta de piedra caliza en las veredas Serranía y Río Claro. Y lo que faltaba era que la gente creyera en el ambicioso proyecto. Los primeros en bajarle la caña fueron los poderosos. Que era mucha plata, que eran otras las prioridades, espetaron, según relata el padre Jesús Antonio Agudelo, jardineño y con casi seis décadas de servicio sacerdotal. Quienes sí le creyeron desde el principio fueron un señor Raigoza, el primero que se metió la mano al carriel para financiar los primeros meses de jornales; y el maestro Ángel José Botero, que nunca fue arquitecto pero que hizo iglesias, hospitales, teatros por doquier en Antioquia y siguen en pie, así que algo debía saber.
La Basílica Menor de Jardín fue elevada a Monumento Nacional en 1985. Hasta sus campanas están cargadas de historia. FOTO: Julio César Herrera
Empezaron a excavar en el centro del pueblo para la obra. Mientras tanto, a lomo de mula, sobre los hombres y como fuera empezaron a cargar las rocas desde la cantera, atravesando lodazales, hasta la plaza. Unos banqueaban el terreno y otros amoldaban la piedra. Pero la cosa no pintaba bien, relata Luis Eduardo, cuyos antecesores vieron nacer el pueblo. Jardín está sobre un territorio conformado por rocas volcánicas de una actividad que se puede rastrear 66 millones de años atrás. En esas mismas rocas, en su poros, se formaron ricos depósitos de agua. Los obreros, aterrados, lo vieron con sus propios ojos. Después de meses bajando y bajando encontrando más que lodo, finalmente llegaron a los 18 metros y hallaron un tendido de roca firme. Mientras eso pasaba, el padre Nepomuceno se las arreglaba para acelerar la traída de material desde las montañas. Así que armó un trueque físico-espiritual, en el que dependiendo del pecado – y tal vez de los alientos que veía en el parroquiano– le ponía como penitencia cargar cierta cantidad de piedras para ayudar a la obra.
Al padre Agudelo no le gusta como suena eso de que la basílica se construyó con los pecados de los jardineños, pero sí reconoce que en ese momento fue una idea audaz del padre Nepomuceno apegada a la esencia de la confesión, que es retribuir ese perdón con un acto generoso, y nada más loable en esa época que ayudar a construir la iglesia. Para montar roca sobre roca utilizaron la piedra caliza pulverizada y mezclada con sangre animal. Fue un proceso de años; solo llenar ese hueco y sentar las bases tomó cinco años. Para 1927 ya estaban los muros, para 1934 se celebró la primera misa y para 1936 se inauguró oficialmente.
Lea además: Así se vive una noche recorriendo el Centro de Medellín para conocer su arte
Pero el padre Nepomuceno siempre iba un paso adelante. En 1922 escribió a Alemania para adquirir el juego de campanas, la futura voz del imponente templo que se erigía. En 1927 fueron embarcadas desde Hamburgo hasta el puerto de Cartagena. Las tres campanas: la mayor y dos menores, que pasaban juntas unos 1.500 kilos, descendieron en barco por el Magdalena hasta Puerto Berrío y comenzó allí un largo periplo en ferrocarril hasta llegar a Medellín y luego hasta Venecia. Allí las descargaron y un ejército de mulas las llevaron hasta Andes, el gran polo económico de la época. Ya estaban cerquita. Pero entonces el recorrido se detuvo.
Con la ciencia no se pelea
Llegar de Andes a Jardín toma 25 minutos por una vía de 16 kilómetros. Si uno se compra un tinto grande en Andes y está muy caliente, es probable que al bajarse del carro en el patrimonial parque de Jardín todavía se lo esté tomando. Pero 100 años atrás era otra historia.
Según le contaron a Luis Eduardo sus antecesores, aún en los días más favorables recorrer un kilómetro entre esas montañas con lodazales agazapados esperando hundir a mulas y caballos era una odisea.
Un arriero apodado “El Chocoano”, salió con su recua para traer la primera campana pequeña, de 35 arrobas. La descargó en la plaza de Jardín y volvió a armar su turega para ir por la otra pequeña. De esa misma forma, con la fuerza de las mulas y la sabiduría práctica de los arrieros, había llegado hasta Jardín poco a poco el marmol de carrara para el imponente interior del templo.
Pero esta vez el viaje se truncó y la segunda campana nunca llegó. Las mulas se despeñaron y al lado de sus cuerpos despedazados quedó destrozada la campana. Allí se suspendieron las expediciones. La mayor pesaba el doble.
Pasaron meses y la elegante campana de bronce seguía en la plaza de Andes. Entonces los poderosos mineros y comerciantes del pueblo empezaron a endulzarle el oído al padre Efrén Montoya, el párroco del municipio. Intentaron persuadirlo de todas las formas: que la campana olvidada era señal divina de que debía adornar el templo andino que preciso estaban por estrenar, que a los jardineños les había quedado grande la tarea, que cómo era posible que el que apenas años atrás era solo un corregimiento de Andes tuviera una mejor iglesia que el epicentro económico del Suroeste.
En esas, el recadero de Jardín le llegó con noticias al padre Nepomuceno, y al escucharlas se paró como un resorte y salió desesperado a organizar una cuadrilla. A las nueve de la noche juntó 200 hombres, dos largueros de 10 metros, una escalera y un arsenal de travesaños. Llegaron a la una de la madrugada a Andes y encontraron la campana en la plaza desolada cubierta por una espesa oscuridad. Hay quienes les gusta en Jardín adornar la historia, ponerle picante, y entonces dicen que los 200 hombres iban dispuestos a ponerse bravos si alguien osaba a impedir que se alzaran la campana. Pero Luis Eduardo lo desmiente, dice que no hay nada documentado que lo respalde y que al llegar a Andes no encontraron ni un alma en las calles.
La Basílica Menor de Jardín fue elevada a Monumento Nacional en 1985. Hasta sus campanas están cargadas de historia. FOTO: Julio César Herrera
Así que se pusieron en la tarea. El problema principal que debían resolver era cómo distribuir el peso, los cerca de 680 kilos para que a las personas ubicadas en el centro del andamio no les resultara imposible la carga. Lo que ingeniaron fue una pirámide que distribuyó el peso por igual sin importar el punto que le correspondiera a cada carguero. Pura ciencia en medio del monte en la madrugada.
El padre ordenó que se dividieran en grupos de 20 hombres que se ubicaran exactamente a dos cuadras uno del otro, así hicieron los relevos hasta que entraron triunfales a las dos de la madrugada a Jardín, embriagados por la adrenalina y envueltos en una especie de trance de fe y oración guiado por el padre.
Finalmente, una vez en Jardín, el padre permitió que cada feligrés que quisiera pasara por el atrio y tocara la campana a cambio de unas monedas para poder terminar el templo.
El esfuerzo valió la pena. La mayor y la menor, bautizadas San Miguel y Santa Teresita, retumbaron juntas el resto del siglo XX hasta 2022, cuando al cumplir exactamente un siglo, el bronce de la mayor se resquebrajó.
El padre Agudelo recuerda cada tono, cada juego y acompasamiento de las dos campanas. El sonido grave y macizo de la mayor, profundo y enfático, matizado con la suave cadencia de la menor. Era un sonido hecho para conmover. A las cinco de la madrugada o a cualquier hora, creaba una sensación de atemporalidad.
En Jardín intentaron salvar su gigante vieja de bronce. Pero no fue posible. Y entonces llegó el momento de buscarle reemplazo.
Un debut estridente
Con la campana alemana desmontada, empezaron a buscar en varias partes del mundo. Luis Eduardo tomó medidas, pesos y diámetros y envió esos datos a Argentina, España, Italia y México buscando una campana similar a la jubilada. Halló una en Valencia, España, casi idéntica, dice, a la que acababa de silenciarse. Luis Eduardo asegura que logró conseguir también el barco que la trajera, ya no tardaría años, como las primeras, sino cuestión de semanas.
En esas averiguaciones, el padre Nolberto Gallego, párroco en aquel momento, se enteró de que en una pequeña vereda del municipio boyacense de Nobsa, llamada Ucuenga, una familia tenía una tradición centenaria en la fabricación artesanal de campanas, algunas de ellas terminaron colgando de templos emblemáticos, como en Popayán y hasta en otros países.
Siga leyendo: La famosa Casa Ángel en Prado está lista para abrir sus puertas y demostrar que recuperar el patrimonio en Medellín es posible
El maestro fundidor Saúl Tristancho, descendiente de la primera familia criolla que aprendió a trabajar el bronce bajo la técnica de españoles para fundir campanas, quedó a cargo de la nueva pieza que marcaría el compás religioso y hasta la vida cotidiana en el que es ahora conocido como uno de los pueblos más bellos del mundo.
El 24 de abril de 2024, en un procedimiento que tardó una hora, la nueva campana quedó instalada en la torre izquierda, hogar de una familia de lechuzas que apenas se inmutó con el cambió.
Sonó la primera campanada. Los jardineños se miraron conteniendo el primer comentario. Volvió a sonar, esta vez la conclusión fue inevitable. El sonido de la basílica se había perdido. No solo no era parecido, sino que según el padre Agudelo y Luis Eduardo y casi todos en el pueblo, sonaba como un sartenazo.
Era un sonido agudo, que tras el golpe inicial arrastraba una estridencia, tampoco hizo buenas migas con la campana menor, según el padre. Era el oído acostumbrado a la campana anterior. Cuestión de tiempo, se consolaron con esa mentira. Pero, en realidad, no era mera percepción. Según Luis Eduardo, el asunto radicó, tal como le contó Saúl, que en el proceso de fundición la campana salió con unas ocho arrobas menos que la vieja, pero con el mismo tamaño, 1,23 metros. La clave de la discordia es que al quedar del mismo tamaño pero con menos calibre el tono que produce el badajo al golpear las paredes es más agudo.
El maestro fundidor le aseguró a Luis Eduardo que la maduración para alcanzar frecuencias más bajas y sólidas se tomaría su tiempo, pero llegaría y empezaría a acercarse al tono, la nota de su antecesor. ¿Cómo es capaz un cuerpo inerte de transformar su sonido? Son ese tipo de explicaciones tan fascinantes como inabarcables.
El asunto es que la campana boyacense lo está haciendo. Después de un año en funcionamiento, que se cumple este mes, Saúl le prometió a Luis Eduardo que encontraría la forma, con sus secretos de oficio, de ayudarle a madurar la nueva voz de la Basílica Menor de Jardín.
Esta será la primera Semana Santa de la nueva campana. Su verdadero bautizo, podría decirse. La vieja alemana seguirá habitando el templo, estará expuesta al ingreso. Conocer la historia de la campana que llegó luego de tan particular odisea y escuchar la nueva puede ser un aliciente más para visitar Jardín en Semana Santa.
Parece todo esto una historia menor, cosas de pueblo, pero en tiempos en los que un brazo robótico consumiendo cantidades ingentes de agua y energía es capaz de replicar en una semana una escultura del Renacimiento que pudo tomarle años a un artista, tal vez ir por las calles de un pueblo cazando campanadas o fundir de manera fatigosa e imprecisa una gigante campana de bronce sean realmente esos actos importantes que quedan por hacer.